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Teoría de la virtud
-la piedad como valor religioso-
En
Antonio Gómez Robledo ¨Platón. Los seis grandes temas de su filosofía¨
P.p. 108-119, Editorial fondo de cultura
económica, México, 1982.
De
la quinta virtud, en cambio: la piedad, sí debemos hacernos cargo en la teoría
de la virtud, tanto porque no interfiere directamente con otros temas, como por
haber dedicado Platón, al análisis de dicha virtud, otro de sus diálogos de la
primera época, el Eutifrón, a cuyo comentario procedemos seguidamente.
Antes
de hacerlo, empero, consideramos necesario, aquí también, despejar un punto de
semántica, o dos tal vez, a fin de asegurarnos (es el primer deber del escritor
y del filósofo) la más estricta univocidad en los conceptos y en los términos.
Al contrario de lo que pasa en francés o en inglés,
que tienen cada uno dos voces perfectamente distintas, aunque emparentadas
entre sí, para una y otra cosa (pitié – piété en el primero, pity – piety en el
segundo), el español, en cambio, se sirve del mismo término ¨piedad¨, para
designar tanto el sentimiento de lastima, compasión o misericordia por el
prójimo, como la actitud reverencial para con Dios, y los actos internos o
externos en que se traduce. Ahora bien, la ¨piedad¨ de que aquí hablamos, con
referencia a Platón, la tomamos, exclusiva e invariablemente, en el segundo
sentido, nunca en el primero. Con otras palabras, entendemos referirnos, como
lo hace Platón, a la piedad como valor religioso, es decir, el valor especifico
de la conducta humana en sus actos de religación con Dios o lo divino. La misma
acepción, por consiguiente, recibirán los adjetivos correspondientes de
¨piadoso¨ y ¨pío¨.
En
segundo lugar, hemos preferido traducir el término clave del original griego: ὃσιον,
por ¨piedad¨, y no por ¨santidad¨, por más que la segunda traducción sea
también de suyo correcta. La razón de le preferencia es simplemente por
acomodarnos al uso más corriente hoy en nuestro idioma, donde ¨santidad¨ suele
tomarse de ordinario como sinónimo de virtud heroica o de consumada perfección
moral, en tanto que ¨piedad¨, denota también la actitud religiosa sin tantos
extremos. No obstante, teniendo en cuenta que la segunda traducción, una vez más,
no es incorrecta, y que el personaje del dialogo: Eutifrón, se tiene a sí
mismos por pio y santo por todo extremo, bien podremos, según sea el matiz del
texto, hablar alternadamente de piedad, y santidad.
Aclarado
todo esto, coloquémonos en la situación del dialogo platónico que es nuestro
tema, para poder luego seguir el movimiento de las ideas dentro del marco
histórico-ficticio en que se desarrollan.
Conforme
a lo que dijimos en anterior capitulo, el Eutifrón forma, junto con la
Apología, el Critón y el Fedón, el conjunto de diálogos que compondrían el
ciclo del juicio y la muerte de Sócrates. Es la única inobjetable, o en todo
caso la más lograda, entre todas las ¨tetralogías¨ de Trasilo; y ahora cumple agregar
que no lo es tan sólo por la perfecta unidad temática y de movimiento entre las
cuatro piezas, sino porque en esta tetralogía, al igual que en las demás que solían
presentar los dramaturgos aspirantes al triunfo en la escena, hay también el
drama satírico al lado de las tres tragedias. Que este carácter de tragedia
tremenda, y además realísima, lo tienen la Apología, el Critón y Fedón, nada más
obvio. El Eutifrón, por el contrario, aunque preludiando la tragedia, es una
alada sátira, mantenida por el buen humor y la ironía de Sócrates, del
principio al fin.
Un
buen día, pues, acontece que Sócrates y Eufitrón se encuentran en el ágora
ateniense, y más exactamente el Pórtico Real, así llamado por ser la sede de la
magistratura a cargo del Arconte Rey (ἄρχων βασιλεύς). Era este magistrado el
segundo de los nueve arcontes a quienes incumbía, como a nuestros ayuntamientos
de hoy, el gobierno de la ciudad, y su denominación regia, un tanto disonante
dentro de la democracia ateniense, provenía del hecho de desempeñar él las
funciones religiosas de los antiguos reyes. En esta calidad, celebraba los más
importantes sacrificios públicos, y tenía además una competencia judicial para
conocer de los casos que de algún modo pudieran afectar a la religión del Estado.
No pronunciaba la sentencia final, sino que actuaba a la manera del juez de
instrucción, para turnar luego el caso, si encontraba méritos suficientes, a la
decisión del tribunal popular.
Uno
de estos casos, el más típico tal vez de los que caían bajo la jurisdicción del
Arconte Rey, era el delito de impiedad (άσέβεια); y como éste fue el delito que
sus acusadores imputaron a Sócrates, acude éste, con la espontaneidad y
obediencia a la ley que mostró a lo largo de todo el proceso, el emplazamiento
que, como primera providencia, le ha hecho el magistrado.
Eutifrón,
por su parte, no comparece en la misma calidad de Sócrates, es decir, como
demandado, sino como demandante o querellante. Va nada menos que a acusar a su
propio padre, culpable de haber dejado morir de hambre y frío, aherrojado en un
cepo, a un esclavo suyo, culpable a su vez –esto lo reconoce de buen grado
Eutifrón- del homicidio perpetrado por él en la persona de un consiervo. Que el
asesino merecía el condigno castigo, no lo niega tampoco Eutifrón, pero no por
esto debió haber usurpado su señor la función punitiva, reservada al Estado;
por lo cual, y al ejercerla indebidamente, cometió también, el padre de Eutifrón,
otro asesinato.
Hasta
aquí, empero, no se ve por qué debía conocer el magistrado encargado de tutelar
la religión oficial, de un delito que, entonces como ahora, es del fuero común.
Pero Eutifrón alega que, por el simple hecho de convivir con un homicida, los
miembros de su familia se ven contaminados de una mácula, impureza o polución
(μίασμα) de carácter religioso, y que de ella no pueden eximirse sino
denunciando al culpable ante el tribunal competente, el cual resulta ser así
–no por el homicidio, sino por la contaminación consiguiente- el tribunal
religioso. Mientras no se haga justicia, no cesará la impureza.
Singular
personaje, por cierto, éste de Eutifrón, haya sido real, como es lo más probable,
o en caso contrario, una de las más estupendas creaciones de Platón. No le
mueve en absoluto (no hay de esto menor indicio) ningún sentimiento de odio o
animadversión a su padre; por el contrario, todo parece indicar, según la aguda
observación de Taylor, que, una vez que tenga efecto la purificación de la
impureza religiosa que le mancha, podrá seguir conviviendo en paz con su progenitor.
No es, en suma, un mal hijo, sino un consumado fanático, dominado a tal punto
por el escrúpulo religioso, que no le arredra el denunciar a su propio padre,
por estar convencido de que, con este acto, da cumplimiento a un deber
imperioso de piedad o santidad. Como buen fanático, no tiene dudas ni
vacilaciones, porque pertenece, como Robespierre, a la misma estirpe de los incorruptibles
e implacables.
¡Qué
contraste entre esta figura monolítica, sombría, y la del apolíneo Sócrates, tan
luminoso y multifacético, y tan poco seguro, además, de su saber en nada, y
menos en la ciencia de las cosas divinas, que si interlocutor, en cambio, declara
firmemente poseer a la perfección! Pero
además de este contraste, que por sí solo imprime en el diálogo tan alta calidad
artística, está el otro que resulta de la situación misma. Es una obra maestra
de ironía, por parte de Platón, el exhibir a Sócrates, ¨el más sabio y más
justo de los hombres¨, acusado del crimen de impiedad, y frente a él, como el
sumo sacerdote de la piedad, a quien, incuestionablemente, es reo de suma
impiedad por el hecho de incriminar a su padre, por culpable que éste fuese; y
por algo la legislación penal, en todo los países, exime expresamente a los
hijos del delincuente de la obligación, que incumbe a los demás ciudadanos, de
colaborador con el Estado en el ejercicio de su función punitiva, Eutifrón no
tendrá émulos, en este particular, sino entre la juventud nacionalsocialista,
cuando los hijos entregaron a sus padres a la Gestapo.
Esta
es, pues, la situación, en parte histórica y en parte ficticia, del diálogo
platónico en que se plantea la gran cuestión de la piedad como valor religioso.
Entremos, como lo hace Platón, en las ideas mismas, que son aquí, como en todos
los diálogos, lo eterno y lo definitivo.
Sócrates,
que de nada se asusta, no hace el menor aspaviento ante la conducta de Eutifrón,
y se limita a pedirle –ya que tan seguro está de consumar un acto de piedad-
que le diga qué es, en su opinión, lo piadoso, y qué lo impío. A esto contesta
Eutifrón, al igual que la generalidad de los interlocutores de Sócrates, que no
se dan cuenta de esta súbita elevación al plano del concepto general, que lo
piadoso es lo que él mismo, Eutifrón, está haciendo, y que lo mismo, o cosas
peores, hicieron, por lo que él sabe y dicen los poetas, los mayores entre los
dioses. Zeus, en efecto, encadenó a su padre Cronos, que devoraba a sus hijos,
y que mutiló a su padre Uranos por razones análogas. Al preguntarle Sócrates si
en serio cree él, Eutifrón, en estas cosas, contesta, por supuesto, que sí, y
en más aún. Por algo llama Maurice Croiset a Eutifrón une sorte de docteur en théologie traditionnelle, y los
comentaristas en general subrayan el escepticismo de Sócrates como una prueba
de que él, por el contrario, no cree ni poco ni mucho en esas teologías.
Discretamente deja de ello constancia Platón en este diálogo, ya que en la Apología, como en bien comprensible, se
abstiene Sócrates, ante sus jueces, de declarar su creencia o incredulidad con
respecto a la religión oficial.
De
cualquier modo, Eutifrón no ha dado hasta aquí ninguna definición de la piedad,
sino que simplemente se ha acogido, para justificar su conducta, al ejemplo de
los dioses. Ha enunciado apenas actos que, en su opinión, son piadoso o santos,
pero no, como se lo reclama de nuevo Sócrates, el concepto o ¨forma¨ por la que
todas las cosas piadosas tienen este carácter.26 Estrechado de esta
suerte por su interlocutor, Eutifrón responde, en un primer intento de
definición, que la piedad es aquello que es agradable a los dioses (o que los
dioses aman), y lo contrario, por consiguiente, la impiedad.27
Esta
vez, en honor de la verdad, Eutifrón ha dado una definición que es no sólo
correcta desde el punto de vista formal, sino que, trasladada del politeísmo al
monoteísmo, puede perfectamente defenderse, y así ha sido de hecho en la
De tan evidente absurdo no halla Eutifrón otra
escapatoria que al de enmendar la definición que acaba de dar, con el añadido
de que la piedad es lo agradable a los dioses, sólo que a todos sin excepción.
¨Ninguno de ellos –agrega luego, con directa referencia a su caso- puede pensar
que no deba castigarse a quien priva a otro de la vida injustamente¨. Sócrates,
por su parte, no sólo no contradice esta proposición, sino que añade, a su vez,
que ¨no habrá nadie, ni entre los dioses ni entre los hombres, que se atreva a
sostener que no debe castigarse la injusticia¨.
Pero aun así enmendada, no prospera por definición,
porque, desde luego, queda fuera de ella la amplísima zona de los actos con
respecto a los cuales, y según lo han reconocido los dos interlocutores, están
en desacuerdo los dioses; y porque, además, la misma zona de acuerdo es sobre
principios de carácter puramente formal, como que la injusticia debe sancionarse,
cuando lo importante es tener un criterio material que permita diferenciar lo
justo de lo injusto. No lo dice Sócrates, claro está, en estos términos
oriundos de Kant (su significación, mejor dicho), pero a esto tiende,
indudablemente, al plantear de pronto, con toda inocencia, la cuestión de si lo
santo es tal porque lo aman los dioses, todos si se quiere, o si, por el
contrario, lo aman por ser santo; y lo
mismo podría preguntarse, a lo que nos parece, con relación a todos los
valores morales. No quiere Sócrates, como se lo explica a Eutifrón, llegar al
conocimiento, de lo que ambos están indagando, tan sólo por un accidente (πάθος),
que sería en este caso el agrado o el amor de los dioses, sino por su esencia o
naturaleza intrínseca (οὐσία).
Con esto se sitúa la investigación en un plano
incomparablemente más alto o más profundo, como queramos, porque el problema suscitado
por Sócrates no está de ningún modo ligado a una religión politeísta, sino que
tiene plena validez aún dentro del monoteísmo. Es el tremendo problema, discutido
a todo lo largo de la Edad Media, del primado en Dios (a nuestro modo de entender,
por supuesto, porque en Dios todo es uno), del intelecto o de la voluntad.
Problema, además, que hasta donde podemos opinar, no llegó jamás a resolverse
satisfactoriamente, ni en uno ni en el otro sentido. Contra los defensores del absoluto
voluntarismo divino, en efecto, se levanta la formidable objeción de que por lo
menos ciertos actos del hombre, como el amor o el odio de Dios, no pueden
depender, en su bondad o en su malicia respectivamente, del solo arbitrio
divino, por ser Dios absolutamente, objeto necesario de amor por parte de toda
criatura. Pero los partidarios del intelectualismo, por su parte, tampoco
podían explicar, entre otras cosas, cómo la ley evangélica, de origen tan
divino como la ley antigua, abroga está en tantos de sus preceptos. La solución
más equilibrada, probablemente, la dio Santo Tomás, al enseñar que si bien Dios
procede libremente al determinar la naturaleza de sus criaturas, de este o de
aquel modo, respeta El mismo, después, las exigencias intrínsecas de la
naturaleza así constituida, en forma que tales o cuales actos, en suma, son, intrínsecamente
también, buenos o malos, y ni el arbitrio divino puede alterar ya esta
condición.
A toda esta metafísica, implícita en la pregunta de Sócrates,
es completamente ajeno el pobre de Eutifrón, y lo único que dice, sintiéndose
como mareado, es que todo eso, las proposiciones tan pronto hechas como
deshechas, parecen darle vueltas, sin que ninguna pueda permanecer en su lugar.
Por lo visto se parecen – le contesta Sócrates- a las estatuas que hacía Dédalo,
el mítico ancestro de los escultores, quien comunicaba a sus obras hasta el
movimiento. Eutifrón le devuelve la broma, con la observación de que es él, Sócrates
quien hace moverse a las definiciones de la piedad, ya que, por parte de su
infortunado proponente, se quedarían inmóviles.
Después de este cambio de cumplidos, se reanuda la
discusión. Con la idea tal vez de que por lo más conocido podrá averiguarse lo
menos conocido, Sócrates le pregunta a Eutifrón si la piedad no será una
especie de la justicia, y en la afirmativa, cuál podría ser su diferencia
específica dentro de la virtud genérica.
Que la piedad sea una parte de la justicia, lo concede
luego Eutifrón, y en cuanto a la diferencia específica, la enuncia de este
modo: ¨Saber decir y hacer lo que es agradable a los dioses, ya en la plegaria,
ya en el sacrificio; y es esto lo que es piadoso y lo que asegura la
conservación de las familias y de las ciudades. Lo contrario es lo impío, y de
allí viene la subversión de todo y la destruccón¨.28
Muy de acuerdo con la religión ritualista de la ciudad
antigua, en la cual no es lo más importante el dogma, sino el culto, es esta
nueva definición de la piedad, que se resume en la oración y el sacrificio a la
divinidad. No es por esto por lo que cae, exactamente como las precedentes,
sino porque Eutifrón, sin advertirlo, ha introducido en la definición el
elemento nocional de ¨lo agradable a los dioses¨, con lo cual vuelve a su
primera definición, y las estatuas animadas, conforme a la comparación de Sócrates,
no han hecho sino realizar un giro circular al regresar exactamente al punto de
partida. El diálogo termina así con la promesa recíproca de reanudarlo otro día,
ya que, por el momento, ambos interlocutores han de presentarse sin más
tardanza ante el magistrado, el uno a formular su querella, y el otro a
responder el emplazamiento.
No obstante la aparente inanidad de su conclusión, el
Eutifrón, así pueda pertenecer a la juventud de Platón, es un diálogo profundo
y constructivo. En él está ya, como acabamos de verlo, bien perfilada la teoría
de las ideas, y de la piedad, que es el tema concreto, se no ofrece tanto el
aspecto interno, la conformidad a la voluntad divina, como el externo, consiste
en la referencia formal a la plegaria pública (porque la privada es también del
orden interno) y al sacrificio. Que el Estado sea quien organice todo esto, es
lo debido y natural, como gestor que es del bien común en todos sus aspectos,
mientras no decida Cristo, por innovación expresa, separar el reino de Dios del
reino de César.
En la última parte del diálogo, como acabamos de ver –es
algo que no puede pasar sin comentario- se plantea, por primera vez en la de la
filosofía, un tema que en nuestro tiempo ha vuelto a tener tanta actualidad,
29 y que es la cuestión de la autonomía del valor religioso. De esto se
trata, si no con estos términos, al preguntarse Sócrates-Platón si la piedad30
podrá o no reducirse, como una de sus partes, a la justicia. En diálogos
posteriores, Platón acabó por decidirse, a lo que parece, por la afirmativa,
pero la cuestión siguió abierta en la historia de la filosofía. Todo depende,
naturalmente, del concepto que se tenga de la justicia, y más en concreto, del
campo de su aplicación.
Si consideramos que los deberos del
hombre para con Dios son de tan inexorable cumplimiento, o más aún, como los
que tiene el hombre con sus
28
Eut. Ι4 b.
29 A partir, sobre todo, de
la hermosa y profunda obra de Rudolf Otto: Los santo.
30 La ¨religión¨ podríamos
decir también, en una traducción igualmente fiel, de ὁστηϛ o εủσέβεια
semejantes,
y que prescribe y organiza la justicia, habrá que decir entonces que la religión
es una parte de esta virtud de alcance generalísimo, como lo vio también
Aristóteles. Desde otro punto de vista, sin embargo, si pensamos que la justicia
consiste (es la definición que parece haberse impuesto sobre las demás) en dar
a cada uno lo suyo, parecería como si este ¨dar¨ supusiera una deuda que de
algún modo puede hacerse líquida, una deuda determinada, y por esto mismo
limitada, satisfecha la cual queda el deudor libre frente a su acreedor. Con
este aspecto se presenta la justicia en las relaciones interhumanas, a propósito
de las cuales fue como primero se pensó en ella, y a las cueles, por lo mismo,
puede pretenderse que debe restringirse. Aristóteles, en efecto, insiste una y
otra vez en que la norma fundamental de la justicia es la igualdad, bien que en
ciertas cosas deba ser una igualdad no aritmética, sino proporcional; lo que
quiere decir –lo dice él mismo- que una vez cumplida la deuda, por la cual se
había introducido la desigualdad, las partes quedan de nuevo en la situación
originaria que les corresponde, de igualdad y libertad. Lo justo es lo igual, y
lo injusto lo desigual, dice textualmente Aristóteles, 31 y el
ámbito propio de la justicia, en conclusión, es la comunidad entre personas
libres e iguales. De aquí que, para estos pensadores, no pueda hablarse de
relaciones de justicia entre el señor y el esclavo, ni tampoco –o a lo más de
una justica ¨por analogía¨- entre el padre y sus hijos, o entre el marido y la
cónyuge. Lo erróneo de esta concepción está, evidentemente, en la negación de
la igualdad radical entre todos los hombres, o en la supremacía del principio
masculino, todo ella muy de la cultura helénica, pero no en la lógica misma de
la justicia.
Teniendo
presente todo lo anterior, se comprende luego que se también de aplicación
analógica, cuando más, la justicia entre Dios y los hombres. No tenemos por qué
hablar aquí, ya que nuestro asunto es exclusivamente la virtud humana, de la
justicia divina. Es indudable que existe, en cuanto que de Dios no puede
predicarse la injustica, pero de un modo que nos escapa, y que desde luego no
es el cumplimiento de una ¨deuda¨, con todo lo que esta palabra quiere decir
dentro del contexto humano. Pero aun con respecto a la justicia del hombre para
con Dios, se percibe inmediatamente que no puede el hombre dar a Dios nada que le haga falta, y que, además, todo lo que el
hombre pueda darle (aun si tomáramos por ¨dación¨ cosas tales como la adoración
o la alabanza), será siempre infinitamente inferior a lo que creatura debe a su
Creador, por ser infinita la distancia entre ambos. De una parte, en suma, a parte Dei, ninguna deuda; de la otra, a parte hominis, una deuda que no
podrá satisfacerse jamás. ¿Ni qué sentido tiene hablar aquí, como en la
justicia interhumana, de libertad o de igualdad?
31 Ética nicomaquea, lib. V, cap.II.
Por
esto los romanos, más penetrantes en este punto que los griegos, dieron a la
piedad (pietas) un contenido conceptual y una coloración sentimental de mucho
mayor riqueza, e hicieron de ella (de hecho por lo menos, si no en el
pensamiento, porque no eran filósofos) una virtud distinta de la justicia. Bajo
el nombre general de pietas
englobaron los deberes y la conducta que el hombre ha de observar con respecto
a quienes estará siempre el deudor, cualquiera cosa que dé o que haga, en
deficiencia, no sólo con respecto a Dios o a los dioses, sino también con los
padres y la patria, por no poder nunca devolverles lo que de ellos y de ella
hemos recibido.
Pietas erga deos;
pietas erga parentes; pietas erga civitalem:
éste fue el triple correlato de la piedad romana, que circunda así, con el
mismo halo de fervor religioso, los altares, el hogar y la ciudad. Su perfecta expresión
en la literatura ¿será necesario decirlo? es el ¨piadoso¨ Eneas, el héroe
religioso (esto y no otra cosa significa su epíteto habitual de pius) que lleva consigo los vencidos
penates, y con ellos a su padre, esposa e hijo, en busca de una nueva patria,
amada ya antes de conocerla, para hacer de ella el centro de los mismos amores
que había albergado la antigua. De la religión, en el amplio sentido que le dio
la civilización romana, procede la indomable energía de Eneas, y en la religión
vio Virgilio, al configurar su estupenda creación, el fundamento de la cuidad
que, por la misma razón, continua llamándose la Cuidad Eterna.
Eneas es también, y con esto volvemos a Platón, el
ejemplo cabal de todas las virtudes (por más que no le hiciera malos ojos a Dido,
pero después que Creusa había pasado a mejor vida), con las cuales entre la
piedad en igual solidaridad, o por ventura es la virtud que organiza a las
demás en este consorcio. Y como la filosofía se entiende mejor cuando la vemos
trasuntada en tipos ejemplares, de la realidad o la ficción, como Eneas o Sócrates,
copiaremos, para terminar, la hermosa página en que Werner Jaeger resume la
teoría socrático-platónica de la virtud, hipostasiándola en la persona de Sócrates,
del modo siguiente:
¨El conocimiento del bien, a que se reduce siempre en última
instancia la investigación de todas y cada una de las virtudes, es algo más
amplio que la valentía, la justicia o cualquier otro areté concreta. Es la ´virtud en sí´, que se revela de distintos
modos en cada una de las diferentes virtudes. Sin embargo, aquí nos encontramos
con una nueva paradoja psicológica. En efecto, si la valentía, por ejemplo,
consiste en el conocimiento del bien con relación a lo que en realidad debe
temerse o no temerse, es indudable que la virtud concreta de la valentía
presupone el conocimiento del bien en su totalidad. Se hallará, pues,
indisolublemente enlazada a las demás virtudes, a la justicia, la moderación y
la piedad, y se identificará con éstas o guardará, al menos, una gran analogía
externa con ellas. Ahora bien, habrá pocos hechos con que se halle más familiarizada
nuestra experiencia moral que el de una persona puede distinguirse por su gran
valentía o valor personal y, a pesar de ello, ser un hombre injusto, desaforado
o impío o por el contrario, ser un hombre absolutamente moderado y justo y, en
cambio un cobarde. Por consiguiente, aun cuando quisiéramos llegar con Sócrates
hasta el punto de considerar las distintas virtudes como ´partes´ de una sola
virtud universal, parece que no podríamos estar de acuerdo con él en la tesis
de que esta virtud actúa y se halla presente como un todo en cada una de sus
partes. Las virtudes pueden concebirse, a lo sumo, como las diversas partes de
una cara, que puede tener los ojos bonitos y la nariz fea. Sin embargo, Sócrates
es tan inexorable en este punto como si certeza inquebrantable de que la virtud
es el saber. La verdadera virtud es para él una e indivisible. No es posible
tener una parte de ella y otra no. El hombre valiente que sea irreflexivo,
desaforado o injusto podrá ser un buen soldado en el combate, pero nunca será
valiente para consigo mismo y para con su enemigo interior, que son sus propios
instintos desenfrenados. El hombre piadoso que cumple fielmente sus deberes
para con los dioses, pero sea injusto hacia sus semejantes y desaforado en su
odio y fanatismo, no será verdaderamente piadoso. Los estrategas Nicias y Laques
se asombran de ver como Sócrates les expone la esencia de la verdadera valentía
y reconocen que nunca habían ahondado hasta el fondo de este concepto ni lo
habían captado en toda su grandeza, ni mucho menos habían llegado a encarnarlo
en sí mismos. Y el piadoso y severo Eutifrón se ve desenmascarado en la
inferioridad de su piedad orgullosa de sí misma y llena de fanatismo. Lo que
los hombres llaman rutinariamente sus ´virtudes´ resulta ser, en este análisis,
un simple conglomerado de los productos de distintos procesos unilaterales de
domesticación, y, además un conglomerado entre cuyas partes integrantes existe
una contradicción moral irreductible. Sócrates es piadoso y valiente, justo y
moderado a un tiempo.
Su vida es a la par combate y servicio de Dios. No
descuida los deberes del culto a los dioses, y esto le permite decir a quien sólo
es piadoso en este sentido externo que existe un temor de Dios más alto que éste.
Luchó y se distinguió en todas las campañas de su patria; esto le autoriza a
hacer comprender a los más altos caudillos del ejército ateniense que las
victorias logradas con la espada en la mano no son las únicas que pueden
alcanzar el hombre. Por eso Platón distingue, entre las virtudes vulgares del
ciudadano y la elevada perfección filosófica. Para él la personificación de
este superhombre moral es Sócrates. Aunque lo que Platón diría es que sólo él
posee la verdadera areté humana¨32
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