"La piedad en Platón" de Antonio Gómez Robledo

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Teoría de la virtud
-la piedad como valor religioso-

En Antonio Gómez Robledo ¨Platón. Los seis grandes temas de su filosofía¨
 P.p. 108-119, Editorial fondo de cultura económica, México, 1982.

De la quinta virtud, en cambio: la piedad, sí debemos hacernos cargo en la teoría de la virtud, tanto porque no interfiere directamente con otros temas, como por haber dedicado Platón, al análisis de dicha virtud, otro de sus diálogos de la primera época, el Eutifrón, a cuyo comentario procedemos seguidamente.
Antes de hacerlo, empero, consideramos necesario, aquí también, despejar un punto de semántica, o dos tal vez, a fin de asegurarnos (es el primer deber del escritor y del filósofo) la más estricta univocidad en los conceptos y en los términos.
 Al contrario de lo que pasa en francés o en inglés, que tienen cada uno dos voces perfectamente distintas, aunque emparentadas entre sí, para una y otra cosa (pitié – piété en el primero, pity – piety en el segundo), el español, en cambio, se sirve del mismo término ¨piedad¨, para designar tanto el sentimiento de lastima, compasión o misericordia por el prójimo, como la actitud reverencial para con Dios, y los actos internos o externos en que se traduce. Ahora bien, la ¨piedad¨ de que aquí hablamos, con referencia a Platón, la tomamos, exclusiva e invariablemente, en el segundo sentido, nunca en el primero. Con otras palabras, entendemos referirnos, como lo hace Platón, a la piedad como valor religioso, es decir, el valor especifico de la conducta humana en sus actos de religación con Dios o lo divino. La misma acepción, por consiguiente, recibirán los adjetivos correspondientes de ¨piadoso¨ y ¨pío¨.
En segundo lugar, hemos preferido traducir el término clave del original griego: ὃσιον, por ¨piedad¨, y no por ¨santidad¨, por más que la segunda traducción sea también de suyo correcta. La razón de le preferencia es simplemente por acomodarnos al uso más corriente hoy en nuestro idioma, donde ¨santidad¨ suele tomarse de ordinario como sinónimo de virtud heroica o de consumada perfección moral, en tanto que ¨piedad¨, denota también la actitud religiosa sin tantos extremos. No obstante, teniendo en cuenta que la segunda traducción, una vez más, no es incorrecta, y que el personaje del dialogo: Eutifrón, se tiene a sí mismos por pio y santo por todo extremo, bien podremos, según sea el matiz del texto, hablar alternadamente de piedad, y santidad.
Aclarado todo esto, coloquémonos en la situación del dialogo platónico que es nuestro tema, para poder luego seguir el movimiento de las ideas dentro del marco histórico-ficticio en que se desarrollan.
Conforme a lo que dijimos en anterior capitulo, el Eutifrón forma, junto con la Apología, el Critón y el Fedón, el conjunto de diálogos que compondrían el ciclo del juicio y la muerte de Sócrates. Es la única inobjetable, o en todo caso la más lograda, entre todas las ¨tetralogías¨ de Trasilo; y ahora cumple agregar que no lo es tan sólo por la perfecta unidad temática y de movimiento entre las cuatro piezas, sino porque en esta tetralogía, al igual que en las demás que solían presentar los dramaturgos aspirantes al triunfo en la escena, hay también el drama satírico al lado de las tres tragedias. Que este carácter de tragedia tremenda, y además realísima, lo tienen la Apología, el Critón y Fedón, nada más obvio. El Eutifrón, por el contrario, aunque preludiando la tragedia, es una alada sátira, mantenida por el buen humor y la ironía de Sócrates, del principio al fin.
Un buen día, pues, acontece que Sócrates y Eufitrón se encuentran en el ágora ateniense, y más exactamente el Pórtico Real, así llamado por ser la sede de la magistratura a cargo del Arconte Rey (ἄρχων βασιλεύς). Era este magistrado el segundo de los nueve arcontes a quienes incumbía, como a nuestros ayuntamientos de hoy, el gobierno de la ciudad, y su denominación regia, un tanto disonante dentro de la democracia ateniense, provenía del hecho de desempeñar él las funciones religiosas de los antiguos reyes. En esta calidad, celebraba los más importantes sacrificios públicos, y tenía además una competencia judicial para conocer de los casos que de algún modo pudieran afectar a la religión del Estado. No pronunciaba la sentencia final, sino que actuaba a la manera del juez de instrucción, para turnar luego el caso, si encontraba méritos suficientes, a la decisión del tribunal popular.
Uno de estos casos, el más típico tal vez de los que caían bajo la jurisdicción del Arconte Rey, era el delito de impiedad (άσέβεια); y como éste fue el delito que sus acusadores imputaron a Sócrates, acude éste, con la espontaneidad y obediencia a la ley que mostró a lo largo de todo el proceso, el emplazamiento que, como primera providencia, le ha hecho el magistrado.
Eutifrón, por su parte, no comparece en la misma calidad de Sócrates, es decir, como demandado, sino como demandante o querellante. Va nada menos que a acusar a su propio padre, culpable de haber dejado morir de hambre y frío, aherrojado en un cepo, a un esclavo suyo, culpable a su vez –esto lo reconoce de buen grado Eutifrón- del homicidio perpetrado por él en la persona de un consiervo. Que el asesino merecía el condigno castigo, no lo niega tampoco Eutifrón, pero no por esto debió haber usurpado su señor la función punitiva, reservada al Estado; por lo cual, y al ejercerla indebidamente, cometió también, el padre de Eutifrón, otro asesinato.
Hasta aquí, empero, no se ve por qué debía conocer el magistrado encargado de tutelar la religión oficial, de un delito que, entonces como ahora, es del fuero común. Pero Eutifrón alega que, por el simple hecho de convivir con un homicida, los miembros de su familia se ven contaminados de una mácula, impureza o polución (μίασμα) de carácter religioso, y que de ella no pueden eximirse sino denunciando al culpable ante el tribunal competente, el cual resulta ser así –no por el homicidio, sino por la contaminación consiguiente- el tribunal religioso. Mientras no se haga justicia, no cesará la impureza.
Singular personaje, por cierto, éste de Eutifrón, haya sido real, como es lo más probable, o en caso contrario, una de las más estupendas creaciones de Platón. No le mueve en absoluto (no hay de esto menor indicio) ningún sentimiento de odio o animadversión a su padre; por el contrario, todo parece indicar, según la aguda observación de Taylor, que, una vez que tenga efecto la purificación de la impureza religiosa que le mancha, podrá seguir conviviendo en paz con su progenitor. No es, en suma, un mal hijo, sino un consumado fanático, dominado a tal punto por el escrúpulo religioso, que no le arredra el denunciar a su propio padre, por estar convencido de que, con este acto, da cumplimiento a un deber imperioso de piedad o santidad. Como buen fanático, no tiene dudas ni vacilaciones, porque pertenece, como Robespierre, a la misma estirpe de los incorruptibles e implacables.
¡Qué contraste entre esta figura monolítica, sombría, y la del apolíneo Sócrates, tan luminoso y multifacético, y tan poco seguro, además, de su saber en nada, y menos en la ciencia de las cosas divinas, que si interlocutor, en cambio, declara firmemente poseer a la perfección!  Pero además de este contraste, que por sí solo imprime en el diálogo tan alta calidad artística, está el otro que resulta de la situación misma. Es una obra maestra de ironía, por parte de Platón, el exhibir a Sócrates, ¨el más sabio y más justo de los hombres¨, acusado del crimen de impiedad, y frente a él, como el sumo sacerdote de la piedad, a quien, incuestionablemente, es reo de suma impiedad por el hecho de incriminar a su padre, por culpable que éste fuese; y por algo la legislación penal, en todo los países, exime expresamente a los hijos del delincuente de la obligación, que incumbe a los demás ciudadanos, de colaborador con el Estado en el ejercicio de su función punitiva, Eutifrón no tendrá émulos, en este particular, sino entre la juventud nacionalsocialista, cuando los hijos entregaron a sus padres a la Gestapo.
Esta es, pues, la situación, en parte histórica y en parte ficticia, del diálogo platónico en que se plantea la gran cuestión de la piedad como valor religioso. Entremos, como lo hace Platón, en las ideas mismas, que son aquí, como en todos los diálogos, lo eterno y lo definitivo.
Sócrates, que de nada se asusta, no hace el menor aspaviento ante la conducta de Eutifrón, y se limita a pedirle –ya que tan seguro está de consumar un acto de piedad- que le diga qué es, en su opinión, lo piadoso, y qué lo impío. A esto contesta Eutifrón, al igual que la generalidad de los interlocutores de Sócrates, que no se dan cuenta de esta súbita elevación al plano del concepto general, que lo piadoso es lo que él mismo, Eutifrón, está haciendo, y que lo mismo, o cosas peores, hicieron, por lo que él sabe y dicen los poetas, los mayores entre los dioses. Zeus, en efecto, encadenó a su padre Cronos, que devoraba a sus hijos, y que mutiló a su padre Uranos por razones análogas. Al preguntarle Sócrates si en serio cree él, Eutifrón, en estas cosas, contesta, por supuesto, que sí, y en más aún. Por algo llama Maurice Croiset a Eutifrón une sorte de docteur en théologie traditionnelle, y los comentaristas en general subrayan el escepticismo de Sócrates como una prueba de que él, por el contrario, no cree ni poco ni mucho en esas teologías. Discretamente deja de ello constancia Platón en este diálogo, ya que en la Apología, como en bien comprensible, se abstiene Sócrates, ante sus jueces, de declarar su creencia o incredulidad con respecto a la religión oficial.
De cualquier modo, Eutifrón no ha dado hasta aquí ninguna definición de la piedad, sino que simplemente se ha acogido, para justificar su conducta, al ejemplo de los dioses. Ha enunciado apenas actos que, en su opinión, son piadoso o santos, pero no, como se lo reclama de nuevo Sócrates, el concepto o ¨forma¨ por la que todas las cosas piadosas tienen este carácter.26 Estrechado de esta suerte por su interlocutor, Eutifrón responde, en un primer intento de definición, que la piedad es aquello que es agradable a los dioses (o que los dioses aman), y lo contrario, por consiguiente, la impiedad.27
Esta vez, en honor de la verdad, Eutifrón ha dado una definición que es no sólo correcta desde el punto de vista formal, sino que, trasladada del politeísmo al monoteísmo, puede perfectamente defenderse, y así ha sido de hecho en la
26 Eut. 6d: τὸ εἵδος φ πάντα τὰ ὂσια ὂσιά ἐστιν. Notemos cómo desde este diálogo aparecen ya estos términos: aquí εἵδος y antes ἰδἐα, con el mismo sentido entitativo y paradigmático que tienen en los diálogos posteriores.παọάδειϒІια viene líneas después, y luego, por  último, el otro término fundamental de οủσία, con sentido equivalente al de los anteriores. En textos como éste encuentran apoyo Taylor y Burnet para sostener que la teoría de las ideas es genuinamente socrática antes de ser platónica; sólo que esta interpretación, como salta a la vista, da por sentado que el Sócrates de estos diálogos es de todo en todo, en sus ideas, en sus palabras y en sus actos, el Sócrates histórico, lo cual, en opinión de la mayoría de los intérpretes, está muy lejos de haber podido demostrar la escuela escocesa.
27  Eut. 6e: ʹΈστι τοἱνυν τὸ μὲν τοῑς θεοῑς πọοσϕιλὲς ὃσιον, τὸ δὲ μὴ πọοσϕιλὲς ἀνόσιον.
historia de la filosofía y de la teología. En corrientes tan importantes de la filosofía cristiana como lo es el voluntarismo divino, representado por Ockam y Duns Scotus, se ha sostenido, en efecto, que el bien y el mal, lo justo y lo injusto, lo santo y lo impío, no tiene otra razón de ser lo que son, que su conformidad o disconformidad con la voluntad divina, y que a ésta, a su vez, es inútil o impío el tratar de buscarle cualquier justificación humana. Más aun, e inclusive para quienes, como Santo Tomás, apelan de la voluntad a la sapiencia divina, es un definición extrínseca, aunque no esencial, de la virtud o de la santidad, la conformidad del hombre, en todo lo que de él depende, con la voluntad de Dios. A mayor conformidad, mayor santidad; ¿no ha sido éste, en verdad, el más cierto patrón estimativo en toda la historia del cristianismo?
En el diálogo platónico, no obstante, la definición fracasa, por la única razón de que Eutifrón la refiere a una pluralidad –infinitud podríamos decir- de dioses discordantes entre sí, en su querer y en sus preferencias. Por esto le arguye luego Sócrates que, toda vez que entre los dioses, como lo ha reconocido antes el mismo Eutifrón, hay disensiones, querellas y enemistades (era el entretenimiento cotidiano de los olímpicos), resulta que lo que a unos es agradable, es odioso a los otros, y el mismo acto, por consiguiente, será, al mismo tiempo, justo e injusto, piadoso e impío.
De tan evidente absurdo no halla Eutifrón otra escapatoria que al de enmendar la definición que acaba de dar, con el añadido de que la piedad es lo agradable a los dioses, sólo que a todos sin excepción. ¨Ninguno de ellos –agrega luego, con directa referencia a su caso- puede pensar que no deba castigarse a quien priva a otro de la vida injustamente¨. Sócrates, por su parte, no sólo no contradice esta proposición, sino que añade, a su vez, que ¨no habrá nadie, ni entre los dioses ni entre los hombres, que se atreva a sostener que no debe castigarse la injusticia¨.
Pero aun así enmendada, no prospera por definición, porque, desde luego, queda fuera de ella la amplísima zona de los actos con respecto a los cuales, y según lo han reconocido los dos interlocutores, están en desacuerdo los dioses; y porque, además, la misma zona de acuerdo es sobre principios de carácter puramente formal, como que la injusticia debe sancionarse, cuando lo importante es tener un criterio material que permita diferenciar lo justo de lo injusto. No lo dice Sócrates, claro está, en estos términos oriundos de Kant (su significación, mejor dicho), pero a esto tiende, indudablemente, al plantear de pronto, con toda inocencia, la cuestión de si lo santo es tal porque lo aman los dioses, todos si se quiere, o si, por el contrario, lo aman por ser santo; y lo  mismo podría preguntarse, a lo que nos parece, con relación a todos los valores morales. No quiere Sócrates, como se lo explica a Eutifrón, llegar al conocimiento, de lo que ambos están indagando, tan sólo por un accidente (πάθος), que sería en este caso el agrado o el amor de los dioses, sino por su esencia o naturaleza intrínseca (οὐσία).
Con esto se sitúa la investigación en un plano incomparablemente más alto o más profundo, como queramos, porque el problema suscitado por Sócrates no está de ningún modo ligado a una religión politeísta, sino que tiene plena validez aún dentro del monoteísmo. Es el tremendo problema, discutido a todo lo largo de la Edad Media, del primado en Dios (a nuestro modo de entender, por supuesto, porque en Dios todo es uno), del intelecto o de la voluntad. Problema, además, que hasta donde podemos opinar, no llegó jamás a resolverse satisfactoriamente, ni en uno ni en el otro sentido. Contra los defensores del absoluto voluntarismo divino, en efecto, se levanta la formidable objeción de que por lo menos ciertos actos del hombre, como el amor o el odio de Dios, no pueden depender, en su bondad o en su malicia respectivamente, del solo arbitrio divino, por ser Dios absolutamente, objeto necesario de amor por parte de toda criatura. Pero los partidarios del intelectualismo, por su parte, tampoco podían explicar, entre otras cosas, cómo la ley evangélica, de origen tan divino como la ley antigua, abroga está en tantos de sus preceptos. La solución más equilibrada, probablemente, la dio Santo Tomás, al enseñar que si bien Dios procede libremente al determinar la naturaleza de sus criaturas, de este o de aquel modo, respeta El mismo, después, las exigencias intrínsecas de la naturaleza así constituida, en forma que tales o cuales actos, en suma, son, intrínsecamente también, buenos o malos, y ni el arbitrio divino puede alterar ya esta condición.
A toda esta metafísica, implícita en la pregunta de Sócrates, es completamente ajeno el pobre de Eutifrón, y lo único que dice, sintiéndose como mareado, es que todo eso, las proposiciones tan pronto hechas como deshechas, parecen darle vueltas, sin que ninguna pueda permanecer en su lugar. Por lo visto se parecen – le contesta Sócrates- a las estatuas que hacía Dédalo, el mítico ancestro de los escultores, quien comunicaba a sus obras hasta el movimiento. Eutifrón le devuelve la broma, con la observación de que es él, Sócrates quien hace moverse a las definiciones de la piedad, ya que, por parte de su infortunado proponente, se quedarían inmóviles.
Después de este cambio de cumplidos, se reanuda la discusión. Con la idea tal vez de que por lo más conocido podrá averiguarse lo menos conocido, Sócrates le pregunta a Eutifrón si la piedad no será una especie de la justicia, y en la afirmativa, cuál podría ser su diferencia específica dentro de la virtud genérica.
Que la piedad sea una parte de la justicia, lo concede luego Eutifrón, y en cuanto a la diferencia específica, la enuncia de este modo: ¨Saber decir y hacer lo que es agradable a los dioses, ya en la plegaria, ya en el sacrificio; y es esto lo que es piadoso y lo que asegura la conservación de las familias y de las ciudades. Lo contrario es lo impío, y de allí viene la subversión de todo y la destruccón¨.28
Muy de acuerdo con la religión ritualista de la ciudad antigua, en la cual no es lo más importante el dogma, sino el culto, es esta nueva definición de la piedad, que se resume en la oración y el sacrificio a la divinidad. No es por esto por lo que cae, exactamente como las precedentes, sino porque Eutifrón, sin advertirlo, ha introducido en la definición el elemento nocional de ¨lo agradable a los dioses¨, con lo cual vuelve a su primera definición, y las estatuas animadas, conforme a la comparación de Sócrates, no han hecho sino realizar un giro circular al regresar exactamente al punto de partida. El diálogo termina así con la promesa recíproca de reanudarlo otro día, ya que, por el momento, ambos interlocutores han de presentarse sin más tardanza ante el magistrado, el uno a formular su querella, y el otro a responder el emplazamiento.
No obstante la aparente inanidad de su conclusión, el Eutifrón, así pueda pertenecer a la juventud de Platón, es un diálogo profundo y constructivo. En él está ya, como acabamos de verlo, bien perfilada la teoría de las ideas, y de la piedad, que es el tema concreto, se no ofrece tanto el aspecto interno, la conformidad a la voluntad divina, como el externo, consiste en la referencia formal a la plegaria pública (porque la privada es también del orden interno) y al sacrificio. Que el Estado sea quien organice todo esto, es lo debido y natural, como gestor que es del bien común en todos sus aspectos, mientras no decida Cristo, por innovación expresa, separar el reino de Dios del reino de César.
En la última parte del diálogo, como acabamos de ver –es algo que no puede pasar sin comentario- se plantea, por primera vez en la de la filosofía, un tema que en nuestro tiempo ha vuelto a tener tanta actualidad, 29 y que es la cuestión de la autonomía del valor religioso. De esto se trata, si no con estos términos, al preguntarse Sócrates-Platón si la piedad30 podrá o no reducirse, como una de sus partes, a la justicia. En diálogos posteriores, Platón acabó por decidirse, a lo que parece, por la afirmativa, pero la cuestión siguió abierta en la historia de la filosofía. Todo depende, naturalmente, del concepto que se tenga de la justicia, y más en concreto, del campo de su aplicación.
Si consideramos que los deberos del hombre para con Dios son de tan inexorable cumplimiento, o más aún, como los que tiene el hombre con sus

 28 Eut. Ι4 b.
29 A partir, sobre todo, de la hermosa y profunda obra de Rudolf Otto: Los santo.
30 La ¨religión¨ podríamos decir también, en una traducción igualmente fiel, de ὁστηϛ o εủσέβεια
semejantes, y que prescribe y organiza la justicia, habrá que decir entonces que la religión es una parte de esta virtud de alcance generalísimo, como lo vio también Aristóteles. Desde otro punto de vista, sin embargo, si pensamos que la justicia consiste (es la definición que parece haberse impuesto sobre las demás) en dar a cada uno lo suyo, parecería como si este ¨dar¨ supusiera una deuda que de algún modo puede hacerse líquida, una deuda determinada, y por esto mismo limitada, satisfecha la cual queda el deudor libre frente a su acreedor. Con este aspecto se presenta la justicia en las relaciones interhumanas, a propósito de las cuales fue como primero se pensó en ella, y a las cueles, por lo mismo, puede pretenderse que debe restringirse. Aristóteles, en efecto, insiste una y otra vez en que la norma fundamental de la justicia es la igualdad, bien que en ciertas cosas deba ser una igualdad no aritmética, sino proporcional; lo que quiere decir –lo dice él mismo- que una vez cumplida la deuda, por la cual se había introducido la desigualdad, las partes quedan de nuevo en la situación originaria que les corresponde, de igualdad y libertad. Lo justo es lo igual, y lo injusto lo desigual, dice textualmente Aristóteles, 31 y el ámbito propio de la justicia, en conclusión, es la comunidad entre personas libres e iguales. De aquí que, para estos pensadores, no pueda hablarse de relaciones de justicia entre el señor y el esclavo, ni tampoco –o a lo más de una justica ¨por analogía¨- entre el padre y sus hijos, o entre el marido y la cónyuge. Lo erróneo de esta concepción está, evidentemente, en la negación de la igualdad radical entre todos los hombres, o en la supremacía del principio masculino, todo ella muy de la cultura helénica, pero no en la lógica misma de la justicia.
Teniendo presente todo lo anterior, se comprende luego que se también de aplicación analógica, cuando más, la justicia entre Dios y los hombres. No tenemos por qué hablar aquí, ya que nuestro asunto es exclusivamente la virtud humana, de la justicia divina. Es indudable que existe, en cuanto que de Dios no puede predicarse la injustica, pero de un modo que nos escapa, y que desde luego no es el cumplimiento de una ¨deuda¨, con todo lo que esta palabra quiere decir dentro del contexto humano. Pero aun con respecto a la justicia del hombre para con Dios, se percibe inmediatamente que no puede el hombre dar a Dios nada que le haga falta, y que, además, todo lo que el hombre pueda darle (aun si tomáramos por ¨dación¨ cosas tales como la adoración o la alabanza), será siempre infinitamente inferior a lo que creatura debe a su Creador, por ser infinita la distancia entre ambos. De una parte, en suma, a parte Dei, ninguna deuda; de la otra, a parte hominis, una deuda que no podrá satisfacerse jamás. ¿Ni qué sentido tiene hablar aquí, como en la justicia interhumana, de libertad o de igualdad?
 31 Ética nicomaquea, lib. V, cap.II.
Por esto los romanos, más penetrantes en este punto que los griegos, dieron a la piedad (pietas) un contenido conceptual y una coloración sentimental de mucho mayor riqueza, e hicieron de ella (de hecho por lo menos, si no en el pensamiento, porque no eran filósofos) una virtud distinta de la justicia. Bajo el nombre general de pietas englobaron los deberes y la conducta que el hombre ha de observar con respecto a quienes estará siempre el deudor, cualquiera cosa que dé o que haga, en deficiencia, no sólo con respecto a Dios o a los dioses, sino también con los padres y la patria, por no poder nunca devolverles lo que de ellos y de ella hemos recibido.
Pietas erga deos; pietas erga parentes; pietas erga civitalem: éste fue el triple correlato de la piedad romana, que circunda así, con el mismo halo de fervor religioso, los altares, el hogar y la ciudad. Su perfecta expresión en la literatura ¿será necesario decirlo? es el ¨piadoso¨ Eneas, el héroe religioso (esto y no otra cosa significa su epíteto habitual de pius) que lleva consigo los vencidos penates, y con ellos a su padre, esposa e hijo, en busca de una nueva patria, amada ya antes de conocerla, para hacer de ella el centro de los mismos amores que había albergado la antigua. De la religión, en el amplio sentido que le dio la civilización romana, procede la indomable energía de Eneas, y en la religión vio Virgilio, al configurar su estupenda creación, el fundamento de la cuidad que, por la misma razón, continua llamándose la Cuidad Eterna.
Eneas es también, y con esto volvemos a Platón, el ejemplo cabal de todas las virtudes (por más que no le hiciera malos ojos a Dido, pero después que Creusa había pasado a mejor vida), con las cuales entre la piedad en igual solidaridad, o por ventura es la virtud que organiza a las demás en este consorcio. Y como la filosofía se entiende mejor cuando la vemos trasuntada en tipos ejemplares, de la realidad o la ficción, como Eneas o Sócrates, copiaremos, para terminar, la hermosa página en que Werner Jaeger resume la teoría socrático-platónica de la virtud, hipostasiándola en la persona de Sócrates, del modo siguiente:
¨El conocimiento del bien, a que se reduce siempre en última instancia la investigación de todas y cada una de las virtudes, es algo más amplio que la valentía, la justicia o cualquier otro areté concreta. Es la ´virtud en sí´, que se revela de distintos modos en cada una de las diferentes virtudes. Sin embargo, aquí nos encontramos con una nueva paradoja psicológica. En efecto, si la valentía, por ejemplo, consiste en el conocimiento del bien con relación a lo que en realidad debe temerse o no temerse, es indudable que la virtud concreta de la valentía presupone el conocimiento del bien en su totalidad. Se hallará, pues, indisolublemente enlazada a las demás virtudes, a la justicia, la moderación y la piedad, y se identificará con éstas o guardará, al menos, una gran analogía externa con ellas. Ahora bien, habrá pocos hechos con que se halle más familiarizada nuestra experiencia moral que el de una persona puede distinguirse por su gran valentía o valor personal y, a pesar de ello, ser un hombre injusto, desaforado o impío o por el contrario, ser un hombre absolutamente moderado y justo y, en cambio un cobarde. Por consiguiente, aun cuando quisiéramos llegar con Sócrates hasta el punto de considerar las distintas virtudes como ´partes´ de una sola virtud universal, parece que no podríamos estar de acuerdo con él en la tesis de que esta virtud actúa y se halla presente como un todo en cada una de sus partes. Las virtudes pueden concebirse, a lo sumo, como las diversas partes de una cara, que puede tener los ojos bonitos y la nariz fea. Sin embargo, Sócrates es tan inexorable en este punto como si certeza inquebrantable de que la virtud es el saber. La verdadera virtud es para él una e indivisible. No es posible tener una parte de ella y otra no. El hombre valiente que sea irreflexivo, desaforado o injusto podrá ser un buen soldado en el combate, pero nunca será valiente para consigo mismo y para con su enemigo interior, que son sus propios instintos desenfrenados. El hombre piadoso que cumple fielmente sus deberes para con los dioses, pero sea injusto hacia sus semejantes y desaforado en su odio y fanatismo, no será verdaderamente piadoso. Los estrategas Nicias y Laques se asombran de ver como Sócrates les expone la esencia de la verdadera valentía y reconocen que nunca habían ahondado hasta el fondo de este concepto ni lo habían captado en toda su grandeza, ni mucho menos habían llegado a encarnarlo en sí mismos. Y el piadoso y severo Eutifrón se ve desenmascarado en la inferioridad de su piedad orgullosa de sí misma y llena de fanatismo. Lo que los hombres llaman rutinariamente sus ´virtudes´ resulta ser, en este análisis, un simple conglomerado de los productos de distintos procesos unilaterales de domesticación, y, además un conglomerado entre cuyas partes integrantes existe una contradicción moral irreductible. Sócrates es piadoso y valiente, justo y moderado a un tiempo.
Su vida es a la par combate y servicio de Dios. No descuida los deberes del culto a los dioses, y esto le permite decir a quien sólo es piadoso en este sentido externo que existe un temor de Dios más alto que éste. Luchó y se distinguió en todas las campañas de su patria; esto le autoriza a hacer comprender a los más altos caudillos del ejército ateniense que las victorias logradas con la espada en la mano no son las únicas que pueden alcanzar el hombre. Por eso Platón distingue, entre las virtudes vulgares del ciudadano y la elevada perfección filosófica. Para él la personificación de este superhombre moral es Sócrates. Aunque lo que Platón diría es que sólo él posee la verdadera areté humana¨32

32 paideia,pp.446-47.

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