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La ética, el desafío para la democracia.
En
el histórico Westminster Hall del palacio del Parlamento en Londres tuvo lugar
el encuentro del Papa, en la tarde del
viernes 17 de septiembre, con los representantes de la sociedad civil y del
mundo académico, cultural y empresarial británico, junto a miembros del cuerpo
diplomático y líderes religiosos. Introdujo el acto el saludo de John Bercow,
presidente de la Cámara de los comunes. Después
de pronunciar el discurso que publicamos a continuación, el Pontífice
recibió igualmente el saludo de la baronesa Hayman, presidenta de la Cámara de
los Lores.
Señor
presidente:
Gracias
por sus palabras de bienvenida en nombre de esta distinguida asamblea. Al
dirigirme a ustedes, soy consciente del gran privilegio que se me ha concedido de poder hablar al
pueblo británico y a sus representantes en Westminster Hall, un edificio de
significación única en la historia civil y política del pueblo de estas islas.
Permítanme expresar igualmente mi estima
por el Parlamento, que desde hace siglos tiene su sede en este lugar y que ha
ejercido una profunda influencia en el desarrollo de las formas democráticas de
gobierno entre las naciones, especialmente en la Commonwealth y más en general
en el mundo de habla inglesa. Vuestra tradición jurídica
-<<commonlow>>- sirve de base a los sistemas legales de muchos
lugares del mundo; y vuestra visión particular de los respectivos derechos y
deberes del Estado y de las personas, así como de la separación
de poderes, sigue inspirando a muchos en todo el mundo.
Al
hablarles en este histórico lugar, pienso en los innumerables hombres y mujeres
que durante siglos han participado en los memorables acontecimientos vividos
entre estos muros y que han determinado la vida de muchas generaciones de
británicos y de otras muchas personas. En particular, quisiera recordar la
figura de santo Tomás Moro, el gran erudito inglés y hombre de Estado, admirado
por creyentes y no creyentes por la integridad con la que fue fiel a su
conciencia, incluso a costa de contrariar al soberano, de quien era un <<
buen servidor>>, pues eligió servir primero a Dios. El dilema que afrontó
Moro en aquellos tiempos difíciles, la perenne cuestión de la relación entre lo
que se debe al César y lo que se debe a Dios, me ofrece la oportunidad de
reflexionar brevemente con ustedes sobre el lugar apropiado de las creencias
religiosas en el proceso político.
La
tradición parlamentaria de este país debe mucho al instinto nacional de
moderación, al deseo de alcanzar un genuino equilibrio entre las legítimas
reivindicaciones del gobierno y los derechos de quienes están sujetos a él.
Mientras se han dado pasos decisivos en muchos momentos de vuestra historia
para delimitar el ejercicio del poder, las instituciones políticas de la nación
se han podido desarrollar con un notable grado de estabilidad. En este proceso,
Gran Bretaña se ha configurado como una democracia pluralista que valora
enormemente la libertad de expresión, la libertad de afiliación política y el
respeto por el papel de la ley, con un profundo sentido de los derechos y
deberes individuales, y de la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley. Si
bien con otro lenguaje, la doctrina social de la Iglesia tiene mucho en común
con dicha perspectiva, en su preocupación primordial por la protección de la
dignidad única de toda persona humana, creada a imagen y semejanza de Dios, y
en su énfasis en los deberes de la autoridad civil para la promoción del bien
común.
Con
todo, las cuestiones fundamentales en juego en la causa de Tomás Moro continúan
presentándose hoy en términos que varían según las nuevas condiciones
sociales. Cada generación, al tratar de
progresar en el bien común, debe replantearse: ¿Qué exigencias pueden imponer
los gobiernos a los ciudadanos de manera razonable? Y ¿Qué alcance pueden tener?
¿En nombre de qué autoridad pueden resolverse los dilemas morales? Estas
cuestiones nos conducen directamente a la fundamentación ética de la vida
civil. Si los principios éticos que sostienen el proceso democrático no se
rigen por algo más sólido que el mero consenso social, entonces este proceso se
presenta evidentemente frágil. Aquí reside el verdadero desafío para la
democracia.
La
reciente crisis financiera global ha mostrado claramente la inadecuación de
soluciones pragmáticas y a corto plazo relativas a complejos problemas sociales y éticos. Es
opinión ampliamente compartida que la falta de una base ética sólida en la
actividad económica ha contribuido a agravar las dificultades que ahora están
padeciendo millones de personas en todo el mundo. Ya que “toda decisión
económica tiene consecuencias de carácter moral” (Caritas in veritate, 37),
igualmente en el campo político, la dimensión ética de la política tiene
consecuencias de tal alcance que ningún gobierno puede permitirse ignorar. Un
buen ejemplo de ello lo encontramos en uno de los logros particularmente
notables del Parlamento británico: la abolición del tráfico de esclavos. La campaña que condujo a promulgar este hito
legislativo estaba edificada sobre firmes principios éticos, enraizados en la
ley natural, y brindó una contribución a la civilización de la cual esta nación
puede estar orgullosa.
Así que, el punto
central de esta cuestión es el siguiente: ¿Dónde se encuentra la fundamentación
ética de las deliberaciones políticas? La tradición católica sostiene que las
normas objetivas para una acción justa de gobierno son accesibles a la razón,
prescindiendo del contenido de la revelación. En este sentido, el papel de la
religión en el debate político no es tanto proporcionar dichas normas, como si
no pudieran conocerlas los no creyentes. Menos aún proponer soluciones
políticas concretas, algo que está totalmente fuera de la competencia de la
religión. Su papel consiste más bien en ayudar a purificar e iluminar la
aplicación de la razón al descubrimiento de principios morales objetivos. Este
papel «corrector» de la religión respecto a la razón no siempre ha sido
bienvenido, en parte debido a expresiones deformadas de la religión, tales como
el sectarismo y el fundamentalismo, que pueden ser percibidas como generadoras
de serios problemas sociales. Y a su vez, dichas distorsiones de la religión
surgen cuando se presta una atención insuficiente al papel purificador y
vertebrador de la razón respecto a la religión. Se trata de un proceso en doble
sentido. Sin la ayuda correctora de la religión, la razón puede ser presa de
distorsiones, como cuando es manipulada por las ideologías o se aplica de forma
parcial en detrimento de la consideración plena de la dignidad de la persona
humana. Después de todo, dicho abuso de la razón fue lo que provoco la trata de
esclavos en primer lugar y otros muchos males sociales, en particular la
difusión de ideologías totalitarias del siglo xx. Por eso, deseo indicar en el
mundo de la fe —el mundo de la racionalidad secular y el mundo de las creencias
religiosas— necesitan uno de otro y no deberían tener miedo de entablar un
diálogo profundo y continuo, por el bien de nuestra civilización.
En otras palabras, la
religión no es un problema que los legisladores deban solucionar, sino una
contribución vital al debate nacional. Desde este punto de vista, no puedo
menos que manifestar mi preocupación por la creciente marginación de la
religión, especialmente del cristianismo, en algunas partes, incluso en
naciones que otorgan un gran énfasis a la tolerancia. Hay algunos que desean
que la voz de la religión se silencie o al menos que se relegue a la esfera
meramente privada.
Hay
quienes esgrimen que la celebración pública de fiestas como la Navidad deberían
suprimirse según la discutible convicción de que esta ofende a los miembros de
otras religiones o de ninguna. Y hay otros que sostienen –paradójicamente con
la intención de suprimir la discriminación – que a los cristianos que
desempeñan un papel púbico se les debería pedir a veces que actuaran contra su
conciencia. Estos son signos preocupantes de un fracaso en el aprecio no sólo de los derechos de los
creyentes a la libertad de conciencia y a la libertad religiosa, sino también
del legítimo papel de la religión en la vida pública. Por tanto, quisiera
invitar a todos ustedes, en sus respectivos campos de influencia, a buscar
medio de promoción y fomento de diálogo entre fe y razón en todos los ámbitos
de la vida nacional.
Vuestra disposición a actuar así ya está
implícita en la invitación sin precedentes que se me ha brindado hoy. Y se ve
reflejada en la preocupación en diversos ámbitos en los que vuestro Gobierno
trabaja con la Santa Sede. En el ámbito de la paz, ha habido conversaciones
para la elaboración de un tratado internacional sobre el comercio de armas;
respecto a los derechos humanos, la Santa Sede y el Reino Unido se han
congratulado por la difusión de la democracia, especialmente en los últimos
sesenta cinco años; en el campo del desarrollo, se ha colaborado en la
reducción de la deuda, en el comercio justo y en la ayuda al desarrollo,
especialmente a través del International
FinanceFacility, del International
Immunization Bond, y del AdvancedMarketCommitment.
Igualmente, la Santa Sede tiene interés en colaborar con el Reino Unido en la
búsqueda de nuevas vías de promoción de la responsabilidad medioambiental en
beneficio de todos.
Asimismo,
observo que el gobierno actual compromete al Reino Unido a asignar el 9.7% de
la renta nacional a la ayuda al desarrollo hasta el año 2013. En los últimos
años, ha sido alentador percibir signos positivos de un crecimiento mundial de
la solidaridad hacia los pobres. Sin embargo, para concretar esta solidaridad
en acciones eficaces se requieren nuevas ideas que mejoren las condiciones de
vida en muchas áreas importantes, tales como la producción de alimentos, el
agua potable, la creación de empleo, la educación, el apoyo a las familias,
sobre todo emigrantes, y la atención sanitaria básica. Donde hay vidas humanas
de por medio, el tiempo es siempre limitado: el mundo ha sido también testigo
de los ingentes recursos que los gobiernos pueden emplear en el rescate de
instituciones financieras consideradas <<demasiado grandes para que
fracasen>>. Desde luego, el desarrollo humano integral de los pueblos del
mundo no es menos importante. He aquí una empresa digna de la atención mundial,
que es en verdad <<demasiada grande para que fracase>>.
Esta visión generla
de la cooperación reciente del Reino Unido y la Santa Sede muestra cuánto
progreso se ha realizado en los años transcurridos desde el establecimiento de
las relaciones diplomáticas bilaterales, promoviendo en todo el mundo los
muchos valores fundamentales que compartimos. Confío y rezo para que esta
relación continúe dando frutos y que se refleje en una creciente aceptación de
las necesidades de diálogo y de respeto, en todos los niveles de la sociedad,
entre el mundo de la razón y el mundo de la fe.
Estoy convencido de
que también dentro de este país, hay muchas áreas en las que la Iglesia y las
autoridades públicas pueden trabajas conjuntamente por el bien de los
ciudadanos, en consonancia con la histórica costumbre de este Parlamento de
invocar la asistencia del Espíritu sobre quienes buscan mejorar las condiciones
de toda la humanidad. Para que dicha cooperación sea posible, las entidades
religiosas -incluidad las instituciones vinculadas a la Iglesia católica-
necesitan tener libertad de actuación conforme a sus propios principios y
convicciones específicas basadas en la fe y el magisterio oficial de la Iglesia.
Así se garantizarán derechos fundamentales como la libertad erligiosa, la
libertad de conciencia y la libertad de asociación. Los ángeles que nos
contemplan desde el espléndido cielo de este antiguo salón nos recuerdan la
larga tradición en la que la democracia parlamentaria británica se ha
desarrollado. Nos recuerdan que Dios vela constantemente para guiarnos y
protegernos; y, a su vez, nos invitan a reconocer la contribución vital que la
religión ha brindado y puede seguir brindado a la vida de la nación.
Señor presidente, le
agradezco una vez más la oportunidad que me ha brindado de poder dirigirme
brevemente a esta distinguida asamblea.
Cámaras de este
antiguo Parlamento. Gracias y que Dios los bendiga a todos.
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