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“Introducción al
Cristianismo”
Joseph Ratzinger
3
El Dios de la fe
y el Dios de los filósofos
y el Dios de los filósofos
1. La opción de la Iglesia primitiva
a favor de la filosofía
La opción que se tomó en la Biblia respecto a
la imagen de Dios tuvo que repetirse en los albores del cristianismo y de la
Iglesia. De hecho, cada nueva situación nos obliga a ello, pues la opción es a
la vez don y tarea. La predicación y la fe de la primera época cristiana se
movieron en un contexto en el que pululaban los dioses. Por eso se encontró
ante el mismo problema que tuvo Israel en sus orígenes y posteriormente en su
confrontación con las grandes potencias del período exílico y posexílico. Una
vez más, la fe cristiana tenía que decir cuál era su Dios. Para ello podía
remitirse a la lucha precedente, sobre todo en su estadio final, a la obra del
Deuteroisaías y de la literatura sapiencial, al avance que supuso la traducción
al griego del Antiguo Testamento y, finalmente, también a los escritos del
Nuevo Testamento, en concreto al Evangelio de san Juan.
Prosiguiendo esta larga historia, el
cristianismo primitivo decidió y llevó audazmente a cabo una elección purificadora:
optó por el Dios de los filósofos frente a los dioses de las otras
religiones. Cuando se planteó el problema de cuál era el Dios de la fe
cristiana, si Zeus, o Hermes, o Dionisos o cualquier otro, la respuesta fue
ésta: ninguno de esos. Ninguno de los dioses que vosotros adoráis, sino única y
exclusivamente aquel a quien no dirigís vuestras oraciones, el dios supremo, el
dios del que hablan vuestros filósofos. La Iglesia primitiva rechazó
resueltamente todo el mundo de las antiguas religiones, lo consideró un
espejismo y una alucinación y expresó así su fe: nosotros no veneramos a
ninguno de vuestros dioses. Cuando hablamos de Dios nos referimos al ser mismo,
a lo que los filósofos consideran el fundamento de todo ser, al que han
ensalzado como Dios de todos los poderes: ese es nuestro único Dios. Este
acontecimiento constituye una opción y una decisión que no es menos
significativa y decisiva para el futuro que la opción por El y «Yah» frente a
Moloch y Baal, o que la evolución de ambos hacia Elohim y Yahvé, hacia la idea
del ser. Esta elección significa una opción a favor del Logos frente a cualquier forma de mito, así como la
desmitologización del mundo y de la religión.
¿Fue esta opción por el Logos frente al mito el camino correcto?
Para responder satisfactoriamente a esta pregunta, hemos de tener presente lo que ya hemos dicho sobre la evolución interna del concepto de Dios, cuyo último estadio ideológico fue situar lo cristiano dentro del mundo helenístico. Pero digamos igualmente que el mundo antiguo conoció también, y muy incisivamente, el dilema entre el Dios de la fe y el Dios de los filósofos. A medida que avanzaba la historia iba creciendo cada vez más la hostilidad entre los dioses míticos de las religiones y el conocimiento filosófico de Dios, hostilidad que emerge en la crítica de los mitos que hacen los filósofos desde Jenófanes hasta Platón, que quería desechar el clásico mito homérico para sustituirlo por un mito nuevo, por un mito lógico.
Para responder satisfactoriamente a esta pregunta, hemos de tener presente lo que ya hemos dicho sobre la evolución interna del concepto de Dios, cuyo último estadio ideológico fue situar lo cristiano dentro del mundo helenístico. Pero digamos igualmente que el mundo antiguo conoció también, y muy incisivamente, el dilema entre el Dios de la fe y el Dios de los filósofos. A medida que avanzaba la historia iba creciendo cada vez más la hostilidad entre los dioses míticos de las religiones y el conocimiento filosófico de Dios, hostilidad que emerge en la crítica de los mitos que hacen los filósofos desde Jenófanes hasta Platón, que quería desechar el clásico mito homérico para sustituirlo por un mito nuevo, por un mito lógico.
La investigación moderna cada día coincide
más en que existe sorprendente paralelismo, tanto temporal como ideológico,
entre la crítica filosófica de los mitos en Grecia y la crítica profética de
los dioses en Israel. Cada una parte de presupuestos distintos y tiene unas
metas también diferentes. Pero el movimiento del Logos frente al mito, tal como se plasmó en la ilustración
filosófica del espíritu griego, y que provocó finalmente la caída de los
dioses, tiene un profundo paralelismo en la ilustración de los profetas y de la
literatura sapiencial en su desmitologización de las potencias divinas a favor
del único Dios. A pesar de su contraposición, ambas tendencias coinciden en la
búsqueda del Logos. La ilustración
filosófica, con su visión
<<física>> del ser,
arrinconó cada vez más las apariencias míticas, aunque sin eliminar la forma
religiosa de venerar a los dioses. Así pues, en la religión antigua existe
también una profunda falla entre el Dios de la fe y el Dios de los filósofos,
entre la razón y la piedad. El fracaso de la antigua religión se debió no solo
a su incapacidad para unir ambas cosas, sino también a que poco a poco fue
separando la razón de la piedad, el Dios de la fe del Dios de los filósofos.
A lo cristiano le esperaba la misma
suerte si, desechando la razón, hubiera vuelto a lo puramente religioso, como
predico Schleiermacher, y como, en cierto sentido y paradójicamente, afirma
también el gran crítico y enemigo de Schleiermacher, Karl Barth.
El destino opuesto del mito y la victoria del
evangelio en el mundo antiguo, el final del mito y la victoria del evangelio,
desde la perspectiva de la historia del espíritu, hay que explicarlo y
esencialmente por su visión opuesta de la relación entre la religión y la
filosofía, entre la fe y la razón. La paradoja de la antigua filosofía estriba,
desde un punto de vista histórico – religioso, en que ha destruido
intelectualmente el mito, pero al mismo tiempo
ha tratado de darle una legitimación religiosa. Esto quiere decir que la
antigua filosofía no era revolucionaria sino más bien evolucionista en lo
religioso, que entendía la religión como ordenamiento de la vida moral, no como
verdad. En la Carta a los romanos (1, 18-31) Pablo lo ha descrito con total
exactitud recurriendo al lenguaje de la predicación profética, es decir, al
lenguaje sapiencial del Antiguo Testamento. Ya en los capítulos 13-15 del libro
de la Sabiduría se alude al destino mortal de las antiguas religiones y de la
paradoja que supone separar la verdad y la piedad. Pablo resume en unos cuantos
versículos lo que allí se dice con todo detalle y explica el destino de la
antigua religión por la separación entre Logos
y Mythos:
Pues lo que se puede
conocer de Dios, lo tienen claro ante sus ojos, por cuanto Dios se lo ha
revelado. Y es que lo invisible de Dios, su eterno poder y su divinidad, se ha
hecho visible desde la creación del mundo, a través de las cosas creadas. Así
que no tienen excusa, porque, habiendo conocido a Dios, no lo han glorificado,
ni le han dado gracias, sino que han puesto sus pensamientos en cosas sin valor
y se ha oscurecido su insensato corazón. Alardeando de sabios, se han hecho
necios, y han trocado la gloria del Dios incorruptible por representaciones de
hombres corruptibles, e incluso de aves, de cuadrúpedos y de réptiles. (Rom 1, 19-23).
La religión no iba por el camino del Logos sino que permanecía en él como
mito inoperante. Por eso su inevitable hundimiento se debe a su escisión de la
verdad, que hace que se la vea como pura institutio
vitae, es decir, como pura organización y modo de configurar la vida.
Frente a esta situación, Tertuliano enfatizó con palabras extraordinariamente
valientes y majestuosas la postura cristiana cuando dijo
Cristo no se llamó a sí mismo costumbre sino verdad[1].
Creo que ésta es una de las grandes afirmaciones
de la teología de los padres. En ella se resume, con insuperable densidad, la
lucha de la primitiva Iglesia y la incesante tarea que incube a la fe cristiana
si quiere seguir siendo fiel a sí misma. La divinización de la consuetudo romana, de la «costumbre» de
la ciudad de Roma, que quiere que sus costumbres sean la única norma de
conducta, choca con la pretensión exclusivista de la verdad. Con ello, el
cristianismo se pone decididamente de parte de la verdad y se separa de una
concepción de la religión que se reduce a un conjunto de ceremonias a las que,
si les busca una interpretación, al final se acaba encontrándoles un sentido.
Una indicación aclarará lo que acabamos de
decir. La antigüedad había justificado el dilema de la religión, la separación
de la verdad de lo que conoce mediante la filosofía, con la idea de las tres
teologías que existían entonces: física, política y mítica. Había justificado
la separación de mito y logos con los
sentimientos del pueblo y la utilidad del Estado, ya que la teología mítica
posibilita al mismo tiempo la teología política. Es decir: había enfrentado
verdad y costumbre, utilidad y verdad. Los representantes de la filosofía
neoplatónica dieron un paso más al interpretar ontológicamente al mito, al
explicarlo como teología del símbolo y al intentar conciliarlo de esta forma
con la verdad por la vía de la interpretación. Pero lo que sólo puede subsistir
mediante la interpretación, en realidad ha dejado ya de existir. Se explica
pues muy bien que el espíritu humano busque la verdad en cuando tal y no lo que
no es de verdad, pero que puede ser indirectamente compatible con ella
utilizando el método de interpretación.
Ambos
hechos tienen algo de rabiosa actualidad. En un momento en que parece
desaparecer la verdad del cristianismo, reaparecen en la lucha del
cristianismo, reaparecen en una lucha por lo cristiano precisamente los dos
métodos con los que una vez el antiguo politeísmo combatió hasta la muerte y no
sobrevivió. Po otra parte, la gente deja a un lado la verdad de la razón y se
retira al campo de la pura piedad, de la pura fe, de la pura revelación; una
retirada que, voluntariamente o no, intencionadamente o no, rememora
fatídicamente la separación de la antigua respecto al logos, la
huida de la verdad hacia la costumbre
coqueta, el abandono de la physis para dedicarse a la política. Por otra
parte, hay un progreso que, telegráficamente yo me atrevería a llamar
cristianismo interpretativo, que aniquila el escándalo de lo cristiano. De esa
forma hace que deje de ser chocante, convierte a la vez su causa en un cliché
que se puede desechar, en un rodeo que, para decirlo sencillamente, no necesita
para nada que se pierda el tiempo en complicadas elucubraciones para explicar
su sentido.
La opción original es completamente distinta.
La fe cristiana optó, como hemos visto, por el Dios de los filósofos frente a
los dioses de las religiones, es decir, por la verdad del mismo ser mismo
frente al mito de la costumbre. Ésta fue la razón por la que se tachó de ateos
a los miembros de la Iglesia primitiva. La iglesia rechazó todo el mundo de la
antigua religio, no aceptó nada de
ella, la consideraba una pura y simple costumbre vacía que se alzaba contra la
verdad. Para los antiguos, el Dios de los filósofos, que ya no tenían sitio, no
era religiosamente significativo, sólo era una realidad académica y
arreligiosa. Por eso, mantenerlo, confesarlo como único y como todo se veía
como una negación de la religión, de la religio,
como ateísmo. Justamente en la sospecha de ateísmo que tuvo que afrontar el
cristianismo primitivo es donde se ve con toda claridad su orientación
espiritual, su opción frente a la religio
y la costumbre carente de verdad, su opción exclusiva por la verdad del ser.
2.
La transformación del Dios de los
filósofos.
Pero no olvidemos la otra cara de la
realidad. La fe cristiana optó solamente por el Dios de los filósofos y por eso
éste es el Dios a quien se puede rezar y el Dios que habla al hombre. Pero, al
mismo tiempo, la fe cristiana dio a este Dios un significado nuevo, lo saco del
terreno puramente académico y lo transformo profundamente. Este Dios que antes
parecía totalmente neutro, concepto supremo y definitivo; este Dios que se
concebía como puro ser o puro pensar, eternamente recluido en sí mismo, sin
proyección alguna hacia el hombre y hacia su pequeño mundo; este Dios de los
filósofos, pura eternidad e inmutabilidad que excluye toda relación con lo
mudable y contingente, es ahora para la fe el hombre de Dios, que no es sólo
pensar del pensar, eterna matemática del universo, sino también agapé, potencia del amor creador. En
este sentido, en la fe cristiana se repite la misma experiencia que tuvo Pascal
una noche en que escribió en un trozo de papel, que luego cosió en el forro de
su casaca, estas palabras: «Fuego. Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob», no el
«Dios de los filósofos y sabios»[2].
Frente a un Dios que cada vez se reducía más
a lo matemático, vivió la experiencia de la zarza y comprendió que Dios, eterna
geometría del universo, sólo puede serlo porque es amor creador, porque es
zarza ardiente de donde nace un nombre que le introduce en el mundo de los
hombres. En este sentido, se experimenta también que el Dios de los filósofos
es muy distinto de lo que se habían imaginado, aun sin dejar de ser lo que
ellos afirmaban. Es verdad que sólo se le conoce cuando se comprende que él,
autentica verdad y fundamento de todo ser, es también e inseparablemente el
Dios de la fe, el Dios de los hombres.
Para
apreciar en su justa medida la transformación que experimentó el concepto
filosófico de Dios al equipararlo al Dios de la fe, hemos
de acudir a algún texto bíblico que nos hable de Dios. Elegimos al azar la
parábola de la oveja y de la dracma perdidas (Lc 15, 1-10). El punto de partida
es el escándalo de los fariseos y letrados porque Jesús se sienta a la mesa con
los pecadores. La respuesta habla de un hombre que tiene cien ovejas, se le
pierde una y va en busca de ella. Y cuando la encuentra siente más alegría por
la oveja que ha encontrado que por las noventa y nueve que no tuvo que buscar.
En el relato de la dracma perdida y encontrada pasa en realidad lo mismo: el
ama de casa se alegra mucho más por la dracma encontrada que por las que tenía
a buen recaudo:
Yo
os aseguro que también en el cielo habrá más alegría por un pecador que se
convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse (Lc 15,
7).
En esta parábola,
en la que Jesús justifica y describe su obra y su misión como enviado de Dios,
junto a la historia de la relación entre Dios y el hombre aparece también la
cuestión de quién es Dios.
Si queremos
responder a esa cuestión a partir de este texto, diremos que el Dios que aquí
se nos presenta es un Dios antropomórfico y nada filosófico, como en muchos
otros textos del Antiguo Testamento, un Dios que tiene sentimientos como el
hombre, que se alegra, que busca, que espera, que sale al encuentro. No es la
geometría insensible del universo, no es justicia neutral que se cierne sobre
las cosas desde un corazón frío y sin afectos. Este Dios tiene corazón, está
ahí como amante, con todas las extravagancias de un amante. Este texto nos
muestra la transformación del pensamiento puramente filosófico. Y también nos
manifiesta que, en el fondo, nosotros permanecemos siempre ante esta identificación del Dios de la fe con el Dios de los
filósofos, que no podemos alcanzarla, y que naufragamos en ello por la imagen que tenemos de Dios y por nuestra forma de
entender la realidad cristiana.
La mayor parte de
los hombres de hoy admite de algún modo que existe algo así como «un ser
superior». Pero les parece absurdo que ese ser se ocupe de los hombres. Nos
parece –también al que intenta creer- que esto es una especie de
antropomorfismo, una forma primitiva del pensar humano, que se puede explicar en una
situación en la que el hombre vive aún en su pequeño mundo, en que cree que la
tierra es el centro de todo, en que Dios no tiene otra cosa que hacer que mirar
hacia abajo. Pero en unos tiempos radicalmente distintos, en los que la tierra
es insignificante en el conjunto del universo, en los que el hombre, un
diminuto grano de arena, es un punto mínimo frente a unas dimensiones cósmicas,
nos parece absurda la idea de que ese ser superior se ocupe de los hombres, de
su ridículo y mísero mundo, de sus preocupaciones, de sus pecados y de sus
no-pecados. Nos parece que así hablamos divinamente de Dios, pero lo que en realidad
hacemos es concebirlo de una forma muy mezquina y en todo caso muy humana, como
si tuviera que elegir para no perder la visión de conjunto. Nos lo imaginamos
con una conciencia como la nuestra, con sus límites, como una conciencia que
alguna vez tiene que detenerse y a la que le es imposible abarcarlo todo.
El dicho que precede a Hyperion de Hölderlin nos recuerda, ante tales nimiedades, la
imagen cristiana de la verdadera grandeza de Dios: Non coercerimaximo, contineritamen a minimo, divinumest, es divino
no estar encerrado en lo máximo y sin embargo estar contenido en lo mínimo. Ese
espíritu ilimitado, que contiene la totalidad del ser, supera lo «más grande»
porque para él es pequeño, pero cabe también en lo más pequeño, porque para él
nada es demasiado pequeño. La superación de lo más grande, así como la
penetración en lo más pequeño, constituyen la verdadera esencia del espíritu
absoluto. Pero hay aquí también una valoración de lo maximumy de lo minimummuy
significativa para la comprensión cristiana de lo real. Para quien, como
espíritu, sostiene y transforma el universo, un espíritu, el corazón de un
hombre capaz de amar, es mucho mayor que todas las galaxias juntas. Las medidas
cuantitativas se quedan obsoletas; aparece otra jerarquía de grandeza en la que
lo infinitamente pequeño es lo verdaderamente envolvente y grande[3].
Desenmascaremos otro prejuicio. Siempre nos
parece evidente que lo infinitamente grande, el espíritu absoluto, no puede ser
ni sentimiento ni pasión, sino pura matemática del todo. Afirmamos así, aunque
sin darnos cuenta, que el puro pensar es más grande que el amor, mientras que
el evangelio y la idea cristiana de Dios corrigen a la filosofía y nos hacen
ver lo contrario, que el amor es más grande que el puro pensar. El pensar
absoluto es un amor, no una idea insensible, sino creadora, porque es amor.
Resumiendo, podemos decir que la vinculación
consciente al Dios de los filósofos que llevó a cabo la fe hizo que superara
básicamente en dos puntos al pensamiento filosófico:
a)
El Dios filosófico se relaciona exclusivamente consigo mismo
Es un puro pensar que se contempla a sí
mismo. En cambio, el Dios de la fe se caracteriza fundamentalmente por la
categoría de relación. Es amplitud creadora que todo lo transforma. Surge así
una nueva imagen y una nueva ordenación del mundo en la que la suprema
posibilidad del ser no es la de poder vivir aislado, la de necesitarse sólo a
sí mismo y la de subsistir en sí mismo. La suprema forma de ser lleva pareja la
relación. No es necesario insistir, por supuesto, en la revolución que para la
existencia humana supone que lo supremo no se presente ya como autarquía
absoluta y cerrada en sí misma, sino como relación, como poder que crea,
sostiene y ama todas las cosas…
b)
El Dios filosófico es puro pensar
Cree que lo divino es pensar y sólo pensar,
El Dios de la fe es, en cuanto pensar, amor. La idea de que amar es divino
domina toda su concepción. El Logos de todo el mundo, la idea creadora
original es también amor, y este pensamiento es creador porque como pensamiento
es amor y como amor es pensamiento. Se muestra así la identidad original de la
verdad y el amor; cuando se verifica, no hay dos realidades yuxtapuestas o
contrarias, sino una, el único Absoluto. Éste es el punto de partida de la
confesión de fe en el Dios uno y trino, sobre el que volveremos más adelante.
3. El problema reflejado en el texto del credo
En el creo
apostólico, sobre el que estamos reflexionando, la unidad paradójica del Dios de la fe con el Dios de los filósofos
aparece en la yuxtaposición de dos atributos: «Padre» y «soberano» («Señor de
todo»). El segundo de ellos -pantokrator
en griego- alude al «Yahvé Zebaoth» (Sabaoth) del Antiguo Testamento, cuyo
significado nunca ha sido totalmente aclarado. Traducido literalmente significa
algo así como «Dios de los ejércitos», «Dios de los poderes». A pesar de lo
inseguro que es el origen de esta expresión, podríamos afirmar que con ella se
quiere designar a Dios como Señor del cielo y de la tierra. Se emplea sobre
todo para declararlo Señor a quien pertenecen los astros, que en su presencia
no pueden subsistir como seres divinos autónomos en clara polémica con la que
la religión babilónica creía acerca de los astros. Los astros no son dioses,
son obra de Yahvé y le obedecen como obedecen las huestes a su caudillo. El
término pantokrator tiene, pues, un
sentido cósmico y más tarde también un sentido político; designa a Dios como
señor de todos los señores[4].
El credo llama a Dios «padre» y «soberano», uniendo a un término familiar otro
de potencia cósmica para describir al único Dios. Deja así muy claro en qué
consiste la imagen cristiana de Dios: tensión entre el poder absoluto y el amor
absoluto, entre la distancia absoluta y la cercanía absoluta, entre el ser
antonomasia y el amor espontáneo a lo más lo humano del hombre, la mezcla de lo
máximo y mínimo a la que nos hemos referido.
La palabra
Padre, que aquí sigue totalmente abierta respecto a su punto de referencia, une
el primer artículo de la fe con el segundo; apunta a la cristología y refuerza
de tal modo las dos partes del credo, que lo que se diga del Padre sólo quedará
claro si se mira a la vez al Hijo. Por ejemplo, lo que significa «omnipotencia»
y «soberanía» sólo se ve en el pesebre y en la cruz. Sólo aquí, donde Dios,
conocido como Señor del universo, asume la impotencia radical de la entrega a
sus diminutas criaturas, puede formularse el concepto cristiano de la soberanía
de Dios. Nace así un nuevo concepto del poder, del dominio y del señorío. El
poder supremo se manifiesta justamente en que puede renunciar sin más a todo
poder, en que es poderoso no por su fuerza, sino exclusivamente por la libertad
de su amor, que al ser rechazado se muestra más potente que los poderes
victoriosos del mundo. Aquí se produce esa corrección de medidas y dimensiones
de las que hablábamos al referirnos al maximum
y al minimum.
[1]«Dominus noster Christus veritatem se, non consuetudinemnominavit»: De virginibusvelandis I, 1: Corpus
Christianorum (CChr) II, 1209.
[2]
Cf. El texto de esta ficha, llamado «memorial», en R. Guardini, ChristlichesBewusstein, München 21950, 47s; ibid., 23, edición
abreviada. Sobre esto, cf. el análisis de Guardini en 27-61. Lo amplia y
corrige H. Vorgrimler, MarginalienzurKirchenfrommigkeitPascals,
en J. Daniélou-H. Vorgrimler, Sentireecclesiam,
Freiburg 1961, 371-406.
[3]H. Rahner, Die Grabschrift des Loyola: Stimmen
der Zeit 139 (1947) 321-337, ha explicado el origen del «epitafio de Loyola»
citado por Hölderlin. El dicho procede de la gran obra Imago primisaeculiSocietatisIesu a Provincia
Flandro-BelgicaeiusdemSocietatisrepraesentata, Antwerpen 1640. En las pp.
280-282 se cita el ElogiumsepulcralesanctiIgnatii,
redactado por un jesuita flamenco anónimo, del que se ha tomado el dicho. Cf. también F. Hölderlin, Werke III (ed. F. Beissner) Stuttgart 1965,
346s. El
mismo pensamiento se encuentra en infinidad de textos significativos de la
literatura tardojudía; cf. P. Kuhn, GottesSelbsterniedrigung
in der Theologie der Rabbinen, München 1968, especialmente 13-22.
[4]Kattenbusch II, 526; P. van Imschoot, Ejércitos, en H. Haang, Diccionario de la Biblia, Herder,
Barcelona 1964, 531-533.
Siempre me ha gustado realizar bonitas oraciones a Dios para agradecerle todo lo bueno y hermoso para entregarnos en la vida.
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