Edith Stein, "Lo especificamente Humano"

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ll.    Lo específicamente humano

Cuando vemos una planta o animal que están <<atrofiados>>, es decir, en lo que no se han desarrollado sus capacidades especificas, hacemos responsables de ello a las condiciones vitales desfavorables, o quizá a la persona que los ha puesto en esas condiciones inadecuadas. En el caso de un hombre también tenemos en cuenta factores del tipo mencionado, pero además hacemos responsable al hombre mismo de lo que él ha llegado a ser, i de lo que ha llegado a ser.


1.    Estructura personal

    ¿Qué quiere decir que el hombre es responsable de sí mismo? Quiere decir que de él depende lo que él es, que se le exige hacer de sí mismo algo concreto: puede y debe formarse a sí mismo. ¿Qué quieren decir ese <<él >> y ese << sí mismo>>, ese << puede>> y ese << debe>>, y ese <<formarse >>?
Él es alguien que dice de sí mismo yo. Eso no puede hacerlo un animal. Cuando miro a un animal a los ojos, hay en ellos algo que me mira a mí. Miro dentro de un interior, dentro de un alma que nota mi mirada y mi presencia. Pero se trata de un alma muda y prisionera: prisionera en sí misma, incapaz de ir detrás de sí y de captarse a sí misma, incapaz de salir de sí y acercarse a mí.
    Cuando miro a un hombre a los ojos, su mirada me responde. Me deja penetrar en su interior, o bien me rechaza. Es señor de su alma, y puede abrir y cerrar sus puertas.  Puede salir de sí mismo y entrar en las cosas. Cuando dos hombres se miran, están frente a frente un yo y otro yo. Puede tratarse de un encuentro a la puerta o de un encuentro en el interior. Si se trata de un encuentro en el interior, el otro yo es un tú. La mirada del hombre habla. Un yo dueño de sí mismo y despierto me mira desde esos ojos. Solemos decir también: una persona libre y espiritual. Ser persona quiere decir ser libre y espiritual. Que el hombre es persona: esto es lo que lo distingue de todos los seres de la naturaleza.
    Comencemos tratando de comprender la espiritualidad. Espiritualidad personal quiere decir despertar y apertura. No sólo soy, y no sólo vivo, sino que sé de mi ser y de mi vida. Y todo esto es una y la misma cosa. La forma originaria del saber que pertenece al ser y a la vida se convierte en objeto del saber, sino que es como una luz por la que está atravesada la vida espiritual como tal. La vida espiritual es igualmente saber originario  acerca e cosas distintas de sí misma. Quiere decir estar cabe otras cosas, mirar en un mundo situado frente a la persona. El saber de sí mismo es apertura hacia dentro, el saber de otras cosas es apertura hacia fuera. Hasta aquí una primera interpretación de la espiritualidad.
    ¿Qué quiere decir libertad? Quiere decir lo siguiente: yo puedo. En mi calidad de yo despierto y espiritual, mi mirada se adentra en un mundo de cosas, pero este mundo no se impone: las cosas me invitan a ir por ellos, a contemplarlas desde diversos puntos de vista, a penetrar en ellas. Cuando sigo esa invitación, se me van abriendo más y más. Si no la sigo —y puedo efectivamente negarme a hacerlo—, mi imagen el mundo permanece pobre y fragmentaria. Hay algo en las otras cosas que me atraen e incita, que despierta en mí el deseo de apoderarme de ellas.  El animal da seguimiento a esas atracciones siempre que no le retenga un instinto más fuerte. Pero el hombre no está entregado inerme al juego de los estímulos y las repuestas, sino que puede hacerles frente, puede poner un veto a lo que sube dentro de él.
    Más arriba dijimos que en el alma del animal reside el centro de todo ser vivo. En ella impacta cuanto le llega de fuera, y de ella parten todas las reacciones instintivas del animal. En el caso del hombre esto mismo no es un mero suceso. En el hombre no sólo tiene lugar una transformación e la impresión en expresión o en acción, sino que él mismo está como persona libre en el centro y tiene en sus manos los mecanismos de cambio, o, más exactamente, puede tenerlos en sus manos. En efecto, depende de su libertad incluso que quiera o no hacer uso de ella.
    Partiríamos de que el hombre puede y debe formarse a sí mismo. Dábamos al pronombre <<él >>  el sentido de la espiritualidad personal. A ella se añade necesariamente el << poder>> como libertad. Del poder se deriva la posibilidad del deber. El libre yo que se puede decir a hacer u omitir algo, o a hacer esto o aquello, se siente llamado en su interior a hacer y a omitir este otro. Dado que puede percibir exigencias y darles seguimiento, está en condiciones de ponerse fines y hacerlos realidad con sus actos. Poder y deber, querer y actuar están muy estrechamente relacionado es entre sí (Queda por aclarar el sentido del deber en relación con el contenido y el origen de la  <<llamada>>).

2.    << Yo>> y así mismo
    ¿Qué quiere decir que yo me debo formar a mi mismo? ¿Son idénticos el yo y el sí mismo? Sí y no. En el sí mismo está presente la retro referencia. Pero lo que forma y lo que es formado no se solapan por completo. Parece lógico volver a hablar aquí de forma y materia, aunque todavía no podemos decir si es realmente lícito hacerlo. Ya sabemos que, en los niveles superiores del ser, <<materia>> siempre significa una materia ya formalizada. Lo que el hombre tendría que formalizar sería toda su naturaleza animal. Y el resultado de esa formalización sería el hombre totalmente desarrollado, plenamente formalizado como persona.
    Comenzaremos tratando de aclarar si - y en su caso de qué manera – la naturaleza animal experimenta una nueva formalización en el hombre. Ya los actos de su vida anímica tienen su estructura totalmente distinta. Hemos visto antes que únicamente por medio de una laboriosa abstracción podemos llegar al material meramente sensible. Los datos sensoriales siempre están ya inscritos en un orden en el que nos dan a conocer algo. Nuestra mirada espiritual se dirige, pasando a través de ellos, en un mundo configurado por objetos accesibles a nuestros sentidos. O bien, si la desviamos de esa dirección normal y la fijamos en los datos sensoriales mismos, estos últimos son quienes se convierten en <<objetos>>, y constatar la presencia en nosotros de sensaciones es a su vez algo distinto del mero sentir, del mero <<ser afectado>>. Además, tan pronto dirigimos la mirada a las sensaciones mismas, éstas se convierten para nosotros en estados de nuestro cuerpo: es peculiar <<objeto>> se nos da a través de ellas, con lo que ellas mismas pasan a desempeñar, con lo que ellas mismas pasan a desempeñar una nueva función cognoscitiva.
   De esta manera se nos revela la forma básica de la vida anímica específicamente humana: la intencionalidad, esto es, el estar dirigido a objetos. En la intencionalidad se dan cita tres elementos: el yo que mira a un objeto; el objeto al que yo mira; el acto en el que yo vive en cada caso y se dirige a un objeto de esta o de aquella manera. Vivimos en un mundo que nos entra por los sentidos y al que precisamente por eso percibimos. Nos comparece delante de nosotros de un golpe, y la percepción no es un acto aislado. Es más bien una compleja estructura de datos sensibles e intencionales, de actos que se convierten unos en otros. Como ya vimos, la libertad tiene su lugar en esta estructura. El mundo que nos entra por los sentidos, nos invita a profundizar en su contemplación, nos motiva insensatamente a pasar a actos perceptivos nuevos, que nos revelan elementos asimismo nuevos de nuestro mundo perceptivo. La estructura y el transcurrir de los actos perceptivos, así como las leyes que rigen la vida internacional, estén en correspondencia con la estructura formal del mundo de objetos. Percibir objetos quiere decir: percibir unidades cósicas formadas de bien  determinado. El paso de un acto a otro es un avance en el marco del mundo único de cosas.
   El espíritu que con su vida intencional ordena el material sensible en una estructura y, al hacerlo, penetra con su mirada en el interior de un mundo de objetos, se denomina entendimiento o intelecto. La percepción sensible es la primera y la más baja de sus actividades. Pero puede hacer mucho más: puede volverse hacia atrás, esto es, reflexionar, y de ese modo captar el material sensible y los actos de su propia vida. Puede además poner de relieve la estructura formal de las cosas y de esos actos de su propia vida: puede abstraer. <<Puede>>, es decir, es libre. El yo capaz de conocer, el yo <<inteligente>>, experimenta las motivaciones que proceden del mundo de objetos, las aprehende y les da seguimiento en uso de su libre voluntad. Es necesaria y simultáneamente un yo volente, y de su actividad espiritual voluntaria depende qué sea lo que él conoce. El espíritu es entendimiento y voluntad simultáneamente: conocer y querer se hallan recíprocamente condicionados.
   La materia sometida a formalización espiritual no está constituida por meras sensaciones, y el mundo en el que vivimos no es meramente un mundo perceptivo. Las dos cosas que están estrechamente relacionadas. El animal siente placer y displacer, y sus respuestas vienen determinadas por ellos. El hombre siente placer y displacer en ciertas cosas, que precisamente por eso le parecen agradables o desagradables. Se siente amenazado o elevado, y precisamente por eso las cosas respectivas le parecen elevadas o amenazantes. Sus sentimientos son por un lado, una escala de sus estados anteriores, en los que se reconoce a sí mismo como estando de uno u otro ‹‹humor>>; por otro lado, son una pluralidad de actos intencionales en los que se le dan al hombre ciertas cualidades de los objetos, a las que denominamos cualidades de valor.
    Hemos de renunciar, por el momento, a un análisis más detallado de esta pluralidad de actos. Deberíamos comenzar mostrando que también aquí tiene lugar una formalización espiritual que se concreta en una doble intencionalidad. Así, por lo que a los objetos, el mundo se nos revela como un mundo de valores: como un mundo de lo agradable y lo desagradable, de lo noble y lo vulgar, de lo bello y lo feo, de lo bueno y lo malo, de lo sagrado y lo profano. También se nos muestra como un mundo de lo útil y lo nocivo, lo entusiasmante y lo repelente, lo que nos hace sentirnos bien o felices y lo que nos deprime o nos hace sentirnos desgraciados. (La primera serie es una escala de valores objetivos, la segunda es la escala de su relevancia para el sujeto que los capta). Pero los valores nos revelan también algo del hombre mismo: una peculiar estructura de su alma, que resulta afectada por los valores de modo más o menos profundo, con intensidades distintas y repercusiones más o menos duraderas. Análogamente a lo que sucede en el campo de la percepción, estamos aquí ante una conjunción de pasividad y actividad, de ser conmovido y de libertad.
     El poder es a este respecto múltiple. Los valores nos invitan a una contemplación más detenida, a penetrar en ellos con más profundidad: puedo darles seguimiento o no, y si les doy seguimiento puedo hacerlo en diversas direcciones. También conmociones interiores están abiertas a la intervención de la libertad: puedo entregarme a una alegría que se alza en mi interior, puedo permitirle que surta todos sus efectos, o puedo también cerrarme a ella, reprimirla, negarle cabida en mí.
    Todavía un tercer aspecto: los calores no solamente motivan un avance en el terreno cognoscitivo, tampoco meramente una determinada respuesta de nuestros sentimientos, sino que además son motivos en un nuevo sentido. En efecto, exigen una determinada toma de posición de la voluntad y la actuación correspondiente: el crimen no sólo exige cólera, sino castigo y medidas de defensa contra él. Y también aquí son posibles una toma de posición y una actuación meramente reactivas, o bien una libre decisión que determina la actuación ex professo, sea en el mismo sentido que la toma de posición involuntaria, sea en un sentido contrario a ella. Esta respuesta libre es la forma de querer y de actuar específicamente personal.
    Como resultado provisional de esta visión de conjunto, podemos constatar que en la vida anímica humana se da una formalización desde el yo en un doble sentido. Hemos visto anímica una determinada estructura que todavía no cabe remitir a la libre actuación del yo; se trata de la forma de la intencionalidad y del poder actuar libremente. A ella se añade la formalización efectuada por la libre actividad del yo mismo, cuando se decide por ésta o aquélla dentro del campo de las diferentes posibilidades de actuación. La formalización por parte de la estructura del yo [?] puede verse como análoga a la que detectábamos en los otros ámbitos del ser. En cambio, la formalización basada en ella, pero realizada por la libre actividad del yo, carece de términos de comparación en los niveles inferiores al hombre.
    Ahora bien, el ser anímico no se agota en la actualidad del yo. Situábamos el fundamento ontológico de la vida anímica puntual en el alma misma, con sus potencias y hábitos. Potencialidad, habitualidad y actualidad guardan entre sí estrechas relaciones funcionales: las potencias delimitan el campo natural de posibilidades para la actualidad. Lo que resulte actualizado es decisivo para lo que de las potencias llegue a concretarse en hábitos. Debido a la unidad de cuerpo y alma, la configuración del alma y la del cuerpo se producen en un mismo proceso. El hombre es determinado en su integridad por los actos puntuales de su yo, es ‹‹materia>> para la formalización efectuada por la actividad del yo. Aquí nos encontramos ante el sí mismo, que puede y debe ser formalizado por el yo. Aquello por lo que me decida en un momento dado determinará no sólo la configuración de la vida de ese momento, sino que será relevante para aquello en lo que yo, el hombre como un todo, me convierta. Si ahora practico el piano o salgo de paseo, si domino un movimiento de cólera que comienza a apoderarse de mí o doy rienda suelta a la ira: de ello depende no sólo de qué modo transcurrirá la hora presente. De que toque una vez no depende que pueda llegar a ser una virtuosa del piano. Y que dé rienda suelta a un ataque de nervios no impide que a lo largo de mi vida pueda aprender a dominarme. Pero toda decisión crea una disposición a volver a tomar otra decisión análoga. Cuanto más frecuentemente omita la práctica del piano, más energía necesitaré para la decisión opuesta. Al mismo tiempo, con la omisión continua de los ejercicios se hace imposible que la aptitud musical llegue a convertirse en una habilidad. De esa manera, y siempre en el marco de las posibilidades naturales, que yo llegue a ser una profesional de la música, o no, es algo que está en manos de mi libertad. Todo el desarrollo del cuerpo, todo el adiestramiento de los sentidos, todo lo que se denomina formación del espíritu y del carácter, tiene aquí su lugar propio.
    El hombre, con todas sus capacidades corporales y anímicas, es el <<sí mismo>> que tengo que formar. Pero ¿qué es el yo? Lo denominamos persona libre y espiritual, cuya vida son los actos intencionales. Ese yo libre y espiritual, ¿está como tal fuera la naturaleza corporal y anímica que tiene que formalizar con su actuación, o más bien pertenece a ella en calidad de <<forma interna>> de la misma? Que yo me tenga que formar a mi mismo parece apuntar a su pertenencia a esa unidad real. También decidimos: soy este hombre, y más arriba hemos hablado de la <<persona humana>>. ¿Pertenece la personalidad, la forma del yo, a la naturaleza humana, y se puede determinar el lugar que ocupa ella?
    Yo no soy mi cuerpo, sino que lo poseo y lo domino. También puedo decir: soy en mi cuerpo. Puedo separarme idealmente de él y contemplarlo como desde fuera. Pero en realidad estoy atado a él: estoy allí donde está mi cuerpo, por mucho que <<con el pensamiento>> pueda trasladarme al otro al otro extremo del mundo, e incluso superar todas las barreras espaciales. No puedo determinar *punto del cuerpo en el que el yo tuviese su lugar propio. Esta tarea se ha emprendido en diversas ocasiones, pero incluso aunque la anatomía del cerebro pudiese indicar una parte concreta del mismo cuya destrucción produjese la desaparición de la <<conciencia del yo>> y de toda la estructura personal-espiritual, seguiríamos sin poder decir que en este punto tiene el yo su lugar propio.
    El yo, en efecto, no es una célula del cerebro, sino que tiene un sentido espiritual al que sólo podemos acceder en la vivencia de nosotros mismos. Asimismo, la localización del yo sólo es posible desde la vivencia. Esta
localización vivida (al igual que la que se da fenoménicamente en otros) no se puede determinar físicamente. Puedo dirigirme a cualquier punto de mi cuerpo y estar presente en él, si bien ciertas partes del mismo, como la cabeza y el corazón, me son más cercanas que otras.
    Llegamos aquí a la raíz de la unidad de cuerpo y alma, y por lo mismo también a preguntas como éstas: ¿qué relación guarda el yo con el alma?, ¿soy mi alma?, parece evidente que tampoco es posible decir esto. Soy un hombre y tengo cuerpo y alma. Mi cuerpo es el cuerpo de un hombre y mi alma el alma de un hombre, y esto significa que son un cuerpo personal y un alma personal.
    Un cuerpo personal: un cuerpo en el que vive un yo y que puede ser configurado por la libre actuación del yo. ¿Vive el yo también en el alma, y es ésta por esa causa un alma humana? Para santo Tomás, el alma humana es, al igual que la animal y la vegetal, forma corporis. Al mismo tiempo, al igual que el alma animal, tiene potencias y hábitos y una vida desplegada en actos puntuales (todo ello en el contexto funcional expuesto más arriba). Es además alma espiritual o racional, y en su calidad de tal es una sustancia espiritual que ya no está necesariamente unida al cuerpo. Pero toda el alma –la que formaliza al cuerpo, la animal-vital y la espiritual- es concebida como una sola alma. Intentaremos ver ahora si todas estas reflexiones, o al menos parte de ellas, encuentran apoyo en los fenómenos.
    Dado que en este momento nos ocupa la pregunta parcial de si vivo en mi alma, partiremos de la vida del yo y trataremos de acceder desde ella al alma. Si prescindo de toda la experiencia externa, en la que encuentro hombres como seres con cuerpo y alma, si me retrotraigo a lo que vivencio en mi interior, ¿qué significa <<yo>> y qué significa <<alma>>?
    Estoy reflexionando sobre este problema, y en este mismo momento oigo un ruido que viene de la calle y veo la hoja que está ante mí y otras que me rodean. Estoy concentrada en el problema; c
uanto oigo y veo pasa de largo, no me afecta más que periféricamente. Dirijo toda mi atención al problema, estoy frente a él y lo retengo con la mirada del espíritu. Pero en mí hay otra cosa a la que ahora no dejo espacio, a la que no quiero prestar atención y a la que no quiero permitir que comparezca en absoluto: un motivo de intranquilidad, una preocupación. Está en mí y sé de su existencia; quizá lleve largo tiempo en mí, y permanece <<por debajo>> de cuanto suceda en la superficie; está en <<el fondo de mi alma>>. Sin embargo, yo estoy en el problema, y no en lo que oigo y veo.
    Ésta en una situación espiritual con paralelismo en la vida externa: al igual que el ojo solamente puede tener a la vista una parte pequeña de su campo visual, mientras que el resto del mismo sólo le impacta lateralmente, así también existe un campo visual espiritual, y en él una atención fija y una percepción periférica. El campo visual espiritual no es una parte del yo: en el mundo de los objetos en la medida en que es abarcado por su conciencia. La atención <<central>> del yo a su tema y la percepción <<periférica>> son diferentes modalidades de conciencia. Esta contraposición de <<centro>> y <<periferia>> no implica extensión ni espacialidad alguna del yo mismo. Se le puede concebir como el <<punto>>, por así decir, del que parten los <<rayos>> de conciencia en diversas direcciones. Husserl ha designado al sujeto de los actos, a aquello desde lo que irradia roda la vida de la conciencia, como <<yo puro>>, y de esta manera lo ha caracterizado de modo funcional. Carece de extensión, de cualidad, de sustancialidad.
    Pero cuando pensamos en lo que está en <<el fondo de alma>> la descripción anterior es insuficiente. Lo que oigo y veo, así como lo que ahora ocupa mi pensamiento y en lo que centro mi atención, no me concierne más que superficialmente. El fondo del alma, en el que anida esa preocupación, no se ve afectado por ello. De lo que vive en las profundidades de mi alma parte una atracción. Si la secundo, si cejo en la tensión de a voluntad con la que me aferro al tema sobre el que estoy pensando, la preocupación pronto se apoderaría por completo de mí. En ese caso, la secuencia de pensamientos se interrumpiría y el problema en cuestión desaparecería por entero de mi campo visual.
    Ciertamente, no siempre tiene que suceder eso. También un problema conceptual puede apoderarse de mí interiormente, encadenar mi atención y llenarla de manera que todo lo demás desaparezca de ella. Pero no es eso lo importante a los efectos que ahora nos interesan, sino el contraste entre <<superficie>> y <<profundidades>>. Con esta diferencia salimos del mundo de los objetos, pues se da <<en mí mismo>>: con ella nos estamos refiriendo a una <<espacialidad interior>>.
    <<En mí>>, o, mejor, <<dentro de mi alma>>. Mi alma tiene extensión y altura, puede ser llenada por algo, hay cosas que pueden penetrar en ella. En ella estoy en casa, de una manera bien distinta a como estoy en casa en mi cuerpo. En él yo no puedo estar en casa. En efecto, el yo mismo, en tanto en cuanto se conciba como <<yo puro>>, no puede estar en casa en modo alguno. Sólo un yo anímico puede estar en casa, y de él cabe decir también que está en casa cuanto está en sí mismo. Vemos entonces que de repente el yo y el alma se acercan sobremanera entre sí. No puede haber alma humana sin yo, puesto que la primera es personal por su estructura misma. Pero un yo humano tiene que ser también un yo anímico: No puede haber yo humano sin alma, esto es, sus actos se caracterizan en sí mismos por ser <<superficiales>> o <<profundos>>, por tener sus raíces a mayor o menor profundidad dentro del alma. Según sean los actos en los que el yo viva, ocupará en cada caso una u otra posición dentro del alma.
    Ahora bien, en el espacio anímico existe un punto en el que el yo tiene su lugar propio, el lugar de su descanso, que debe buscar hasta encontrarlo y al que ha de volver casa vez que lo haya abandonado: se trata del punto más profundo del alma. Sólo desde él puede el alma <<recogerse>>, pues desde ningún otro punto puede el alma adoptar decisiones importantes, tomar partido por algo o hacer donación de sí misma. Todos éstos son actos de la persona. Soy yo quien ha de adoptar decisiones, tomar partido, etc. Éste es el yo personal, que a la vez es un yo anímico que pertenece a esta alma y tiene en ella su lugar propio.

    ¿Cabe decir de este yo que formaliza a esta alma? ¿Cabe decir de esta alma, por otra parte, que es una forma? Él yo tiene su lugar propio en el alma, pero puede estar en otros lugares, y dependerá de su libertad estar aquí o allí. El lugar en el que esté es relevante para la configuración del alma. Quien vive predominante o exclusivamente en la superficie, no puede acceder a los niveles más profundos.
    Éstos existen, pero no están actualizados, o al menos no lo están del modo en que podrían y deberían estarlo.
    En ese caso, la persona no está del todo en sus propias manos y no vive su vida integra. No puede recibir de modo adecuado lo que penetra en ella desde fuera: hay cosas que sólo se pueden recibir desde una cierta profundidad, y a las que sólo desde esa profundidad cabe dar una respuesta correcta. En tanto no descienda a los niveles más hondos, esa persona superficial tampoco estará en situación de enfrentarse con lo que se desarrolla en ellos y no aflora en actos concretos. Ahora bien, la libertad puede <<buscarse a sí misma>>, descender a sus propias profundidades, desde ellas captarse a sí misma como un todo y tomar posición de sí. Por ello, cuando una alma no logra llegar a la plenitud de un ser y de su desarrollo, es culpa de la persona.
    Nos queda por responder la otra pregunta: ¿tiene el alma, en el sentido que acaba de ofrecerse a nuestra vista y que nos parece ser en efecto el verdadero sentido del alma, la índole de una forma? El alma misma posee una estructura determinada, varios de cuyos rasgos esenciales ya conocemos: en ella se da la diferencia entre superficie y profundidad, así como una tendencia hacia la unidad desde un punto situado en su más íntima profundidad, que es el lugar propio del yo personal. Debido a que es una alma personal, los actos de su vida presentan los aspectos básicos de la intencionalidad, de la dirección del yo hacía objetos, y en ello se distingue de toda vida anímica meramente animal. Su personalidad le confiere asimismo la posibilidad de dirigir su propio desarrollo. Al tener dimensiones, los actos en que se concreta la vida del alma tienen amplitud y profundidad, o bien las cualidades opuestas: cuál sea el caso, depende por un lado de la estructura de cada alma, pues las almas se distinguen según la amplitud y la profundidad  de la naturaleza de cada una, pero depende también de su libertad hasta qué punto se amplíe y desde que profundidad se recapitule a sí misma y reciba en sí lo que sale a su encuentro. El alma posee asimismo una cierta fuerza interna (también distinta en unos y en otros individuos), de  cuya magnitud depende el grado de potencia y de vitalidad  de su actividad. 
    La amplitud, la profundidad, la fuerza del alma le confieren su modo de ser, su individualidad, que además, al ser un quale simple, irreductible a esos componentes, comunica una impronta especifica a cada alama concreta y a cuanto de ella procede. Esta estructura esencial del alma puede ser considerada como una forma interna. Lo por ella formalizado son, de entrada, los actos concretos de su vida, y también, debido a la conexión existente entre actualidad,  potencialidad y habitualidad, la configuración habitual que cada alma haya adquirido (empleando el término en un sentido más amplio que el habitual se podría decir: el <<carácter>>).


3.    Aprehensión del cuerpo por el alma

¿Cabe decir del alma que es también la forma del cuerpo? Sin duda, se puede hablar de una formalización del cuerpo por el alma, y ello en el doble sentido de la formalización debida a la estructura esencial y de la que es obra del libre actuar. El modo de ser interior de un hombre se expresa en su exterior, el cual –junto con los actos concretos de la vida del alma26- constituye para nosotros la principal vía de acceso al modo de ser de otras personas.
    Esta expresión exterior constituye una formalización que tiene lugar sin concurso del hombre mismo. La formalización debida al libre actuar puede realizarse directamente sobre el cuerpo mismo, o bien, indirectamente, dando su configuración propia a la vida del alma. Cualquier tratamiento del cuerpo de conformidad con un plan, mediante su cuidado, el deporte, etc., es formalización debida al libre actuar. Por otra parte, al descuido del cuerpo, todo lo que influya en su desarrollo sin que al actuar así el hombre atienda al bien de su propio cuerpo, es una formalización de la que cabe hacerle responsable (tal es el caso de la alimentación y del ejercicio o no ejercicio del cuerpo que tienen lugar sin prestar atención alguna a sus efectos sobre el desarrollo o la configuración del mismo, o con base en un conocimiento insuficiente de las leyes que rigen ese desarrollo).
En cambio, cuando el libre actuar del hombre lleva a que el cuerpo experimente un trato correcto, cuando se alimenta y se ejercita de manera adecuada, está libre formalización sirve simultáneamente  a la formalización involuntaria. El trato conforme a un plan se propone ante todo contribuir a un desarrollo orgánico del cuerpo todo lo perfecto…                                                 que resulte posible: le suministra las sustancias alimenticias que precisa para dar a sus potencias la ocasión necesaria para actuar. Cuando más perfectamente se desarrolle el organismo como tal, más perfecto será como fundamento, expresión e instrumento del alma humana espiritual-personal.
    ¿Qué quiere decir aquí <<fundamento>>? Es la condición para la existencia del alma humana en este mundo, y al mismo tiempo la <<materia>> a la que el alma tiene que formalizar. No podemos determinar el momento en que el alma humana llega a la existencia, pero en cualquier caso empieza a existir en un cuerpo humano, que es una cosa material, un organismo vivo y un cuerpo animado.  Lo que el individuo humano es y puede llegar a ser no depende únicamente de lo más elevado que haya en él, sino también de todos los niveles de ser más bajos a los que pertenece. Este hecho obedece al orden general del ser, que para el pleno desarrollo de una forma determinada exige una material asimismo bien determinada. También desde un punto de vista meramente fenoménico se observa que la vida espiritual-anímica depende del modo de estar constituido el cuerpo y del estado en que se halle. La enfermedad y la debilidad del cuerpo, las anomalías de sus funciones normales, provocan un dificultamiento y una cierta modificación de la vida espiritual-anímica. Es un problema en si mismo saber hasta qué punto cabe combatir esas influencias directamente desde el nivel espiritual (es decir, mediante esfuerzos voluntarios o un fortalecimiento procedente de fuentes espirituales, no por medio de un tratamiento del cuerpo). En cualquier caso, cuando el organismo corporal funciona a la perfección, toda la vida espiritual se desarrolla sin esfuerzo ni pérdidas por <<rozamiento>>.
    El ser espiritual-anímico y la vida se expresa en el cuerpo, nos hablan a través de él. Pero también aquí lo corporal puede poner obstáculos: malformaciones patológicas, por ejemplo paralizaciones de músculos y nervios, o un crecimiento desmesurado de los tejidos, perjudican la capacidad de expresarse, mientras que un cuerpo sano, que funcione con normalidad este bien ejercitad, <<responde>> con facilidad. (Con todo, hay que tener en cuenta que la correcta constitución del cuerpo es una condición meramente negativa, cuyo cometido se limita a posibilitar la formalización espiritual. La formalización como tal es realizada de hecho por el alma espiritual: un cuerpo sano, entrenado e incluso bello puede ser bien poco <<espiritual>>, mientras que uno enfermo, débil y poco ejercitado puede estar muy espiritualizado).
    El cuerpo no es solamente expresión del espíritu, sino el instrumento del que este se vale para actuar y crear. El pintor, el músico y la mayor parte de los artesanos dependen de la habilidad de sus manos, al igual que para muchas profesiones se requiere fuerza o movilidad de todo el cuerpo, y para otras un alto grado de desarrollo de este o de aquel sentido. En todos los casos, la salud y un funcionamiento normal del cuerpo son condición del éxito, pero de nuevo es necesario, también en todos los casos, que l espíritu tome en sus manos el instrumento idóneo y fácil de manejar y lo emplee de la manera adecuada.
    A modo de resumen podemos decir que el cuidado y el ejercita miento del cuerpo, realizados conforme a un plan y con vistas a unos objetivos determinados, contribuyen a que pueda llegar a ser espiritual. Pero únicamente podrá llegar a serlo en virtud de una formalización espiritual, es decir, por un lado en virtud de que en él hay una vida espiritual que impulsa y guía voluntariamente el proceso de formalización, y por otra parte en virtud de que el espíritu utiliza al cuerpo para fines espirituales.
    Pero el cuerpo no debe su espiritualidad al hecho de que es fundamento de la vida espiritual, sino al de que es expresión e instrumento del espíritu. Quien es un agudo observador y está acostumbrado a la reflexión profunda, lo expresa en su mirada, y también su frente tiene una impronta similar. Los movimientos del ánimo y de la voluntad poseen una fuerza normalizadora especialmente intensa, capaz de expresarse en rasgos duraderos. La impronta que comunican al cuerpo, y especialmente al rostro, está en directa correspondencia con la <<impronta>> del alma, con el <<carácter>>, ya que los movimientos puntuales y su frecuente repetición tienen sus raíces en las disposiciones anímicas, las cuales a su vez experimentan su formalización en hábitos a través de esos mismos movimientos puntuales. En el cuerpo reencontramos estas relaciones mutuas entre disposición innata, actualización e impronta permanente. La configuración del cuerpo en virtud de actos puntuales de la vida espiritual-anímica no incide en  un material enteramente desprovisto de forma, sino que el cuerpo en el que se despliega la vida espiritual es ya desde el principio un cuerpo configurado. Esa configuración no es meramente espacial, si no que se trata de una configuración llena de significado, que está en correspondencia con el modo de ser propio del ama, si bien esta correspondencia admite diversos grados de perfección.
    En este directo proceso de formalización solo pueden intervenir la voluntad. Puede hacerlo, concretamente, de dos maneras distintas: dominando la expresión o dominando la vida anímica misma. El paso de los fenómenos puramente anímicos a la expresión corporal puede ser sometido al control de la voluntad: la ira o la alegría se pueden contener para que no lleguen a expresarse, por mucho que no quepa reprimir las emociones mismas. La persona capaz de dominar de esta manera su conducta externa recibe una impronta corporal enteramente distinta de la que deja expresarse a su interior sin limitación alguna: sale caracterizarle un aire impenetrable.
    Ese aspecto externo guarda correspondencia con una cierta transformación anímica, que sin embargo no implica que el iracundo se haya conferido en una persona de talante tranquilo. Una transformación de este último tipo solamente es posible cuando la voluntad incide en un nivel más profundo y trata de reprimir las emociones mismas en sus primeros movimientos, procurando suscitar las opuestas. En este caso estamos ante una <<espiritualización>> del alma, que es abarcada por su propio actuar libre.
    Al igual que la voluntad es libre para dominar la expresión corporal, también tiene la libertad precisa para utilizar al cuerpo como un instrumento. También aquí la utilización libre de nuestras potencias se apoya en un uso de las mismas en el que no interviene la voluntad: en cada paso que nos acerca a un objetivo en cada acción al servicio de un fin, empleamos el cuerpo en calidad de instrumento, pero al obrar así no pensamos en él, sino que nos obedece sin intervención alguna de la voluntad. Por regla general, nuestro cuerpo atrae nuestra atención y se convierte en objeto de actos voluntarios solamente cuando notamos resistencia y obstáculos de su parte, como sucede con el cansancio corporal o con actividades para las que aún no está ejercitado. La persona <<enérgica>> obtiene de su cuerpo, incluso contra la resistencia de éste, cuanto necesita de él para realizar una determinada tarea: sigue caminando, aunque esté cansado, para llegar puntual a un sitio, o repite sus ejércitos de digitación hasta que puede tocar con la facilidad de quien está practicando un juego.

    Quien trata así a su cuerpo, lo tiene en su poder de una manera totalmente distinta de quien cede a él. Y la recia disciplina es algo que se nota con el cuerpo mismo, a la vez que implica también una determinada impronta del alma, que ésta adquiere en virtud del continuado ejercicio de la voluntad. Al dirigir los actos puntuales, la voluntad logra influir en el modo de ser permanente. En qué medida los actos puntuales son susceptibles de ser dominados por la voluntad, es un problema distinto, que aquí todavía no vamos a abordar.

4.    El deber
    Cuando alguien <<se tiene a sí mismo bajo las riendas>>, a fin de configurar libremente los actos puntuales de su vida y de esa manera también su modo de ser permanente es patente que para ello precisa actual en conformidad con un determinado principio. La persona en cuestión debe saber que tiene que reprimir, dónde debe dejar hacer y qué se ha de proponer. Este saber puede estar vinculado a casos aislados, o puede tratarse de un objetivo supremo que la persona quiere alcanzar con todo su proceso de autoconfiguración, de un modelo de lo que quiere llegar a ser.
    De esta manera, podemos aclarar ahora un último punto relativo a la noción de la responsabilidad, con ayuda de la cual comenzamos más arriba a trazar los límites entre lo específicamente humano y lo sub-humano: el hombre puede y debe formalizarse a sí mismo.
    Ya hemos estudiado el poder, el yo y el sí mismo, la formalización. Pero aún no hemos investigado el deber. Tan solo hemos dicho que es preciso presuponer la libertad para que tenga sentido dirigir al omitir algo, por ejemplo a controlar la ira incipiente y a no dejarse arrastrar a una acción motivada por la misma. La función del alma con la que oímos esa llamada y que aprueba o reprueba nuestros actos cuando ya han tenido lugar, o incluso mientras los estamos efectuando, recibe el nombre de conciencia. (Según santo Tomás, debe verse en ella tanto una potencia como un hábito y un acto).
    La conciencia <<material>> o <<monitora>> percibe la exigencia que se nos plantea de conducirnos de determinando manera y lo hace concretamente en relación con un momento determinado y unas circunstancias determinadas. Exige de nosotros el libre sometimiento de nuestra voluntad. El <<tribunal>> de la conciencia no juzga únicamente la acción, sino que también nos dice algo sobre nuestro modo de ser: la <<buena>> o <<mala>> conciencia no es buena o mala en ella misma, sino que atestigua cómo es nuestra alma.
    La conciencia no nos proporciona una imagen global de cómo debemos ser como criterio para orientar toda nuestra conducta. Esa imagen  global puede comparecer ante el hombre de forma concreta en figura humana: conozco a una persona y tengo la impresión de que así es como debe de ser. De esa primera impresión se derivan la exigencia así como el propósito y la decisión, de tomar a esa persona como modelo y de darnos la misma forma que ella. Un conocimiento (real o supuesto), la valoración basada en él, un deseo y una decisión de la voluntad, finalmente una conducta práctica permanente: todos estos elementos se hallan aquí en un mismo contexto motivacional.
    Se obtiene así un criterio por el que la voluntad puede orientarse para acometer la tarea de la autoconfiguración. Puede ser que percibamos una llamada de la conciencia que nos invita a seguir un determinado camino. Pero no es necesario que se dé esa llamada. Y toda la conducta de que se trate puede no estar eternamente justificada desde un punto de vista objetivo; se puede incluso elegir un <<ideal equivocado>>. Por otra parte, el modelo humano a que nos referíamos puede ser una idea abstracta del hombre, que hemos forjado nosotros mismo o que nos es presentada  respaldada por una autoridad humana o divina, y aspira a atar a nuestra voluntad y a convertirse para ella en el criterio que guíe el proceso de autoconfiguración.
    Hemos podido trazar un bosquejo de la persona humana: el hombre es un ser corporal-anímico, pero tanto el cuerpo como el alma tienen el índole personal. Es decir, en el hombre habita un yo consciente de sí mismo y capaz de contemplar el mundo, un yo que es libre y que en virtud de su libertad puede configurar tanto su cuerpo como su alma, que vive por su alma y debido a la estructura esencial de ella va sometiendo a una formalización espiritual, antes de y junto con la autoconfiguración voluntaria, a los actos puntuales de su vida y a su propio ser permanente corporal y anímico.
    Gran número de problemas han tenido que quedar sin resolver. Para concluir las reflexiones que nos han ocupado hasta ahora, es de especial importancia la pregunta acerca de las relaciones existentes entre el alma del hombre y la forma sustancial y como preparación de las que seguirán a ésta, la pregunta acerca del sentido del espíritu

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